Masaccio: Adán y Eva expulsados del Paraíso.

miércoles, 29 de agosto de 2012

CURROS DE MIERDA (CAPÍTULO 3)




Lo que sigue es un capítulo de mi novela, aún incompleta, titulada CURROS DE MIERDA. Comencé e escribirla en el 2009, muy influido por FACTOTUM, de Charles Bukowski. Es una novela autobiográfica sobre mis experiencias y reflexiones sobre el mundo laboral. Era mi primer intento serio de escribir y, tras 10 capítulos, consideré que no estaba preparado para un proyecto de esa magnitud y decidí  forjarme con los relatos cortos, que es donde estoy ahora. No se si la acabaré algún día, ni mucho menos si verá la luz, quizás la suba por partes a este blog, ¿quién sabe? De momento aquí dejo el trailer.




CURROS DE MIERDA.




3.




Llegué antes de tiempo a la dirección indicada, era un garaje de dos pisos situado bajo un parque. Me alegró sobremanera el hecho de que estuviera muy cerca de mi casa, eso reducía el tiempo de llegada al trabajo, que teniendo en cuenta el número de horas que tenía que hacer se agradecía bastante. La jornada laboral comienza realmente mucho antes de entrar por la puerta, comienza con la angustia de saber que has de abandonar lo que quiera que estés haciendo, abandonar tu vida, tu libertad, y encaminarte al infierno. Ese duro golpe de la realidad se produce mucho antes de fichar, se produce cuando estás a gusto con los colegas en una terraza disfrutando de una cerveza fría, o por las mañanas cuando suena el despertador, ahí comienza el infierno, ¡y esas horas no te las pagan! Sin duda el camino hacia el puesto de trabajo es el peor momento, cuando sabes que aún podrías huir, pero no lo haces, y eres consciente de tu condición de esclavo, se revela en todo su patetismo tu estado de perdedor, tu falta de voluntad, el hecho de haberte sometido a los engranajes quizás para siempre. Tener que cargar con eso, con esa culpa, durante horas, metido en el metro o el bus, con la gente como tu con su culpa esculpida en sus caras, o en el coche, durante los atascos y los semáforos en rojo sangre, toda esa carga lleva a muchos a explotar y hacer uso de cuchillos y escopetas. Supongo que tener, por lo tanto, el trabajo al lado de casa, me hacía una persona menos inclinada a los asesinatos en masa. Incluso llegué al puesto antes de tiempo, no obstante no quería presentarme ahí hasta que fuera la hora acordada, no fuera que se mal acostumbraran. Me senté en un banco y me fumé un cigarrillo tranquilamente, observando a la gente que pululaba por el parque.
El sol empezaba a ocultarse en la ciudad.
Las madres recogían a sus hijos. Los niños aún no querían irse a casa, estaban ahí tirados jugando con la arena, sin preocupaciones, sin trabajo, sin dinero, sin alcohol, sin drogas, sin amantes, sin esposas, sin hipotecas. Sólo con su arena, disfrutando de cada grano, acumulándola, esparciéndola, construyendo, destruyendo. Disfrutad pequeños, nada dura eternamente.
El sol continuaba ocultándose en la ciudad.
Ellos tenían que subir a su casa a cenar. Yo tenía que bajar al garaje a trabajar, así era el orden del cosmos, así que me incorporé y me puse en camino, descendiendo.
El sol se ocultó mientras descendía a ese infierno de hormigón.
Me estaba esperando un tipo con un uniforme como el mío, se le veía muy cansado de todo mientras me contaba las cuatro cosas que yo debía saber : Dónde estaba la habitación para cambiarse, el funcionamiento de las cámaras de vídeo, qué llaves abrían qué y poco más.
-Vaya mierda, doce horas aquí metido y ahora encima tengo que coger el metro otra hora y media hasta llegar a mi puta casa, ¡mierda! Me paso la vida bajo tierra, como los gusanos.
-Ya, es una putada, yo por suerte vivo aquí al lado.
-Joder, no sabes la suerte que tienes macho.
-Lo se, lo se.
-Bueno, en fin, nos vemos en doce horas, que pases buena noche.
Y se largó como alma que lleva el diablo.
Bien, se avecinaba una larga noche. Llevaba una bolsa de mano en la que había metido mi uniforme, unos bocadillos y unos libros. Fui a cambiarme y ya con mi flamante traje de noche realicé la primera ronda por el garaje. El paisaje era desolador, paredes grises, suelo gris, franjas amarillas en el suelo gris, luces tenues... Y coches, infinidad de coches, coches azules, coches amarillos, coches rojos, coches blancos, furgonetas, alguna moto.
Divisé a un hombre que surgía de una puerta verde al fondo de la pared. Me hizo un gesto perezoso con la mano. Yo lo imité. Se subió a un coche, uno de los rojos, arrancó y se fue a algún lugar. Proseguí con mi peregrinaje y bajé a la segunda planta. Allí me esperaban más coches, infinidad de coches, coches azules, coches amarillos, coches rojos, coches blancos, furgonetas, alguna moto.
Caminaba despacio, el eco de las paredes amplificaba mis pisadas, no se oía nada más.
Finalicé la ronda y regresé a mi cubículo, el paseo me había llevado unos veinte minutos en total.
Tenía una hoja con el membrete de la empresa en el que tenía que anotar la hora y si se había producido algún tipo de incidencia, tenía que repetir este proceso una vez cada hora.
Mi garita era poco más grande que el retrete de un bar, y tenía una ventana que daba a la puerta de entrada por su parte exterior, lo que significa que cuando un conductor quería acceder al garaje tenía que introducir su llave y esperar a que la puerta se abriera, si en ese momento miraba a su derecha, me veía a mi ahí sentado, a unos tres metros de el, convirtiendo ese momento en algo desagradable para ambos. Por supuesto teníamos que fingir que no era así improvisando un gesto con la mano y esbozando una sonrisa.
Tenía un pequeño monitor de vídeo a mi izquierda que se dividía a su vez en cuatro pantallas, eran las cámaras de seguridad del garaje, en blanco y negro, desde las que podía ver en tiempo real lo que sucedía en cada rincón de mi feudo, por supuesto no ocurría nada.
Cada vez que alguien entraba a por su coche desde el exterior tenía que acceder por una puerta situada en el parque. Cada vez que dicha puerta se abría en mi garita sonaba un pitido, eso me gustó ya que te ponía sobre aviso e impedía que alguna noche de despiste una bella dama me pillara con la polla fuera o en alguna otra situación igualmente embarazosa.
Estaba a gusto allí, leía algún libro o revista, escuchaba la radio y cada hora me daba un paseo por el garaje. Siempre anotaba en mi hoja de servicio "SIN NOVEDAD". Nadie me molestaba, no tenía un jefe capullo dándome la brasa, no tenía que aguantar a nadie, ni tratar con seres humanos, con la técnica adecuada podía evitar incluso verlos, la gente venía, cogía o dejaba su coche y se largaban de allí, yo solo les debía algún gesto con la mano y eso, por supuesto, solo si nuestras miradas llegaban a cruzarse. Era sencillo.
A medida que la noche avanzaba el flujo de personas era cada vez menor hasta que ya casi resultó ser inexistente, era noche cerrada y ya todos dormían, yo custodiaba sus coches.
Las primeras seis horas no me parecieron largas, pero a partir de ahí el tiempo empezó a distorsionarse y perdía su sentido, no tenía ya un orden lógico, algunos minutos duraban mucho y otros poco.
Yo continuaba con mi rutina, ronda, SIN NOVEDAD, garita, SIN NOVEDAD, bocadillo de jamón y queso, SIN NOVEDAD, cigarrillo, SIN NOVEDAD.
Me cansé de leer y decidí salir a tomar el aire, no podía alejarme de la entrada, se suponía que existía un supervisor que podía aparecer en cualquier momento para comprobar si estaba en mi puesto, jamás vino a comprobarlo pero yo no lo sabía en ese momento así que me quedaba en la entrada por si acaso.
La noche era muy silenciosa. El parque estaba rodeado de edificios, los típicos edificios residenciales, idénticos unos a otros como enormes colmenas, se supone que la gente vivía en ellos pero a esas horas parecía una ciudad fantasma como las de las películas apocalípticas. En el silencio extremo los sentidos se agudizan y si alguien tosía en el séptimo piso de alguna colmena yo era capaz de oírlo claramente. Hasta el aire era mas limpio y puro, sin coches, sin ruidos, sin gente, el mundo en general era más puro así.
Hay gente que se vuelve loca o se asusta con tanta soledad y quietud, en una sociedad como la que hemos creado la quietud inquieta a los mas socializados. Yo lo llevaba bien, me gustaba la noche, también la soledad, siempre me han gustado.
Apareció un gato de detrás de unos setos, iba a su aire, inspeccionando su territorio, el también estaba realizando su ronda. Cuando reparó en mí se quedó quieto, sopesando si era una amenaza. Nos quedamos unos segundos mirándonos fijamente, luego se tranquilizó y se alejó olisqueando por ahí.
Las horas seguían pasando y a eso de las cinco de la mañana empezó otra vez el flujo de gente, tímido al principio y más abundante según empezaba a amanecer.
Abundaban los portes serios, las caras hinchadas y el olor a champú. Tuve que multiplicar mis gestos de saludo con la mano, algunas personas me ignoraban, otras contestaban con desdén, yo los entendía, seguramente estaban en medio de un sueño hermoso cuando el pitido de sus despertadores los bajaba a la tierra como un poderoso directo de derecha a la barbilla.
Uno de los motivos de que me gustara el trabajo nocturno era que no tenías que madrugar para ir a trabajar. Si trabajas de noche por lo general te levantas a mediodía y tienes tiempo de hacer algo con tu vida antes de acudir a tu puesto, eso implica un descenso plácido hacia la angustia, en cambio madrugar... Estar tranquilamente imbuido en otra dimensión y que de repente todo eso acabe con un pitido es algo demasiado angustioso. Te levantas confuso, aún es de noche, no hay ruido ahí fuera y tu mente empieza a aclararse, te das cuenta de que tienes que ducharte, vestirte y desayunar rápidamente y largarte a currar y no quieres creértelo, es demasiado horrible, no puede estar pasándote eso a ti, no es lo que debería haber sido, nunca lo quisiste, ¡te engañaron! Quieres mandarlo todo al carajo y quedarte en la cama, arropado hasta que tu cuerpo te diga que ha tenido suficiente descanso y entonces, sólo entonces, prepararte para un nuevo día. Pero no lo haces. Te levantas, tropiezas, te miras al espejo y ves esa deformidad, el pelo revuelto, los ojos pegados, la cara roja e hinchada.
Esas eran las caras que se asomaban tras mi cristal protector como un desfile de fantasmas, la santa compaña existía, estaba ahí, delante mío, se iban a currar. Era terrorífico.
A esa hora de tumulto yo dejaba la puerta de salida abierta para que los pobres currelas no tuvieran que sacar la llave y abrir la puerta por sí mismos, bastante tenían ya.
Los veía desfilar en sus coches rumbo al matadero, algunos parecían estar verdaderamente dormidos aún, incluso con los ojos cerrados. Seguían su camino de forma totalmente maquinal hacia sus oficinas, tiendas, fabricas o lo que fuera, con el piloto automático puesto, sin creérselo del todo aún.
Yo todavía tenía que permanecer ahí unas horas mas y tras ese espectáculo la cosa se hizo mas dura. Toda aquella gente bostezando me había contagiado y empezaba a sentirme cansado, muy cansado, con ganas de llegar a mi casa y tumbarme esperando no despertar nunca más.
El tiempo pasaba despacio, la vida pasaba rápido.
Y amaneció.
Las calles empezaban a llenarse de vida, podía oírlo desde ahí abajo. Yo empezaba a dormirme bastante, llevaba demasiadas horas allí metido, estaba luchando agónicamente contra mis parpados que querían cerrarse a toda costa, ya no me obedecían a mi, me habían abandonado, ya no compartían mi lucha por seguir despierto. Asistía a un motín de mi propio organismo.
También luchaba contra la demencia, las horas pasaban lentas, el espacio y el tiempo se expandían como un chicle de menta. Veía destellos de luz que no estaban ahí. Mi cuerpo vibraba de una forma extraña.
La puerta de acceso pitaba cada vez más, yo seguía el recorrido de la gente a través de las cámaras y cuando estaban a punto de pasar cerca de mi me ponía tenso e intentaba sonreír preguntándome si resultaría creíble. Rezaba para que nadie me dirigiese la palabra porque no estaba muy seguro de poder decir algo con coherencia, en resumidas cuentas, estaba flipando.
Decidí salir de nuevo al exterior, a la puerta, y quedarme ahí, que me diera un poco el sol en la cara parecía una buena idea ya que si permanecía sentado en la garita, ese vórtice del horror, acabaría durmiéndome tarde o temprano.
Me aventuré al mundo exterior subiendo por la rampa de acceso. Ya era una mañana en toda regla. Se veía a la gente pulular de aquí para allá. Señoras que sacaban a su perro para la meada matinal. Niños que cargaban con sus pesadas mochilas rumbo al cole. El jardinero.
A veces la gente se paraba y hablaban entre ellas. Todos parecían contentos, con cosas que hacer aquella bella mañana de verano mientras yo agonizaba embutido en mi uniforme azul.
El sol me golpeaba con fuerza, notaba el calor dentro de mi, miraba a mi alrededor y todo me parecía extraño, completamente surrealista. Cuando afrontas una mañana sin haber dormido no estas siguiendo el orden natural de la vida y la percepción no es la misma que si te acabases de levantar, eso unido al cansancio dota a la realidad de un aura muy extraña. Todo brilla en exceso, los colores poseen tal viveza que hacen daño a la vista, los ruidos son extraños e inesperados y te atacan desde todos los flancos. La gente se deforma, se estiran y se ensanchan, ves que son seres humanos como tú pero hay algo extraño que te hace desconfiar, es igual que estar bajo los efectos del ácido.
Regresé a mi submundo, tembloroso y aterrado, sensorialmente no estaba preparado para el día y sus gentes, en mi submundo aún era de noche y aquello me arropaba, sabía que podría esconderme debajo de la mesa si fuera necesario.
Llevaba once horas metido ahí. Realicé mi ultima ronda con una gran sensación de satisfacción. SIN NOVEDAD. Por fin todo esto llegaba a su fin, llegarían a relevarme dentro de poco, recogí mis cosas y me cambié.
Faltaban tan solo unos minutos y el alargamiento del tiempo había llegado a un extremo absurdamente cómico. ¡Los minutos duraban 500 segundos!
Llegó la hora... Y no pasaba nada. No podía creérmelo. Nadie acudía a rescatarme. Me habían abandonado y ahora moriría. ¡Llevaba ahí dos minutos de mas! Eso en mi estado era casi media hora.
Entonces llegó el relevo. Era el mismo tipo de la tarde anterior.
-Qué, ¿qué tal tu primera noche?
-Bastante bien, las ultimas horas un poco peor, pero bien en general.
-¿No ha pasado nada no? -Dijo ojeando mi hoja de rondas.
-Nada.
-Si, aquí nunca pasa nada, mejor así.
-Bueno, me largo que me caigo de sueño.
-Vale, nos vemos en doce horas
Esa última frase me destrozó. En mi delirio por sobrevivir había olvidado que aquello no era ninguna especie de prueba de resistencia puntual. Era algo que se repetiría de nuevo, que se repetiría dentro de un rato, que se repetiría día tras día quizás eternamente.
Agarré mi bolsa y me alejé raudo de allí. Libre de nuevo me sentía más enérgico e incluso el sueño se había mitigado bastante. No tardé mucho en llegar a mi casa. Una vez allí me quité la ropa, bajé las persianas para evitar a mi enemigo el sol y me tumbé mirando al techo, pensando en todo aquello. Curiosamente tardé un buen rato en dormirme. El infierno había comenzado.