Masaccio: Adán y Eva expulsados del Paraíso.

martes, 29 de julio de 2014

SOLO ESTA VEZ





1.



Ricardo estaba mirando fijamente la naranja. Hoy sin duda todo tenía un aspecto especial. Todo tenía una historia, un recuerdo. Incluso esa insignificante naranja apoyada en la mesa.
-Vamos Ricardo, que ya solo quedas tú.
-¿Eh? Sí... Disculpe hermana.
Ricardo salió de su ensimismamiento cítrico y reparó en que, efectivamente, era el último que quedaba en el comedor social. Todas las mesas estaban ya vacías y las monjas y voluntarios terminaban de recoger los platos sucios y colocar las sillas. Sor Teresa, la monja que le había dirigido la palabra, una señora mayor, bajita, de pelo corto y canoso, se acercó hasta él.
-¿Te encuentras bien?
-Sí hermana, ya acabo.
-Tienes mala cara.
-No. Estoy bien. Estoy... bien.
Ricardo cogió el cuchillo frente a él y partió la naranja por la mitad. Antes nunca se comía la naranja que casi siempre daban de postre en el comedor, le revolvía el estómago, pero desde que cogió la costumbre de exprimirla para hacerse un zumo la cosa había cambiado, y fuese sugestión o no el caso es que no había cogido un solo catarro en todo el invierno.
Se bebió el zumo y se levantó de la mesa. Los pantalones se le caían, así que se los ajustó un poco antes de recoger su bandeja y salir por la puerta del comedor.
Llevaba casi una semana lloviendo sin parar. Pero hoy, sin saber cómo, había salido el sol. Era una señal. Estaba claro. La gente, presa del entusiasmo, abarrotaba las calles como si fuesen monos a los que hubiesen abierto la jaula. Bueno, al fin y al cabo eran justamente eso: paseaban, corrían, se sentaban, se lanzaban cosas unos a otros y se olisqueaban el culo.
Ricardo los atravesó, dejó atrás la catedral y continuó calle abajo rumbo a su pensión. La verdad es que comprendía el entusiasmo de la gente, algo tan simple como la salida del sol tras varios días lluviosos hacía que todo se impregnase de un aura diferente, eso y la certeza del cercano final hacían que detalles inesperados en el entorno le fascinasen como si fuese un niño pequeño. Entusiasmado por este nuevo nivel de percepción decidió dar un rodeo para no llegar tan pronto hasta la pensión.
Bajó por Ordoño fijándose en personas y cosas, acudiendo a recuerdos. Cada vez que pasaba por una sala de juegos intentaba apretar el paso y mirar al suelo, aún así no podía evitar que le llegasen tímidamente y lejanos los sonidos estridentes de las tragaperras. Se conocían. Cruzó Guzmán y bajó hasta el río. Se sentó en un banco y simplemente se quedó allí, escuchando el agua, reclinado en el banco. Sí, la verdad es que era una pasada que se hubiese acabado la maldita lluvia. No obstante intentó no entusiasmarse, tenía cosas importantes que hacer.
Sonó su móvil rompiendo la armonía del momento. Miró la pantalla. Era su hermana. Descolgó.
-¿Si?
-Soy yo.
-¿Qué tal?
-Mal. ¿Y tú?
-Aquí, aguantando.
-¿Conseguiste la pasta?
-Aún no.
-¡Joder!
-Ya.
-¿Y ahora qué?
-Me han dicho que seguramente cobre a final de mes.
-¡Pero eso no es mi puto problema!
-Lo sé, lo sé. Pero no sé qué hacer, no puedo hacer otra cosa salvo esperar, no sé dónde conseguir dinero.
-Pues tendrás que buscarte la vida, nosotros no podemos esperar más.
-Ni yo puedo hacer otra cosa, se supone que me iban a pagar eso, pero nos están dando largas.
-¡Pues roba un banco! ¡O vende el culo! Mira, te juro que como nos echen por tu puta culpa te mato, ¿Me oyes? Te mato.
-Venga venga, tampoco te pongas así.
-¡Me pongo como me sale del coño! Mira Ricardo, estás enfermo, ¿me oyes? Enfermo. Y hemos hecho todo lo posible por ayudarte, todos nosotros, y mira... yo ya no puedo más. No, puedo, más. Solo quiero que me devuelvas el dinero, el dinero que tú me robaste, tú, a tu propia hermana. Quiero que me lo des y pagar el puto alquiler y olvidarte, y olvidarte ya, y me da igual lo que te pase.
-Lo siento, lo siento de veras. Te juro que te daría lo que fuese si pudiera, pero sabes que no tengo nada, no he levantado cabeza, entiéndeme, entre lo del divorcio de Clara...
-¡Bendita santa!
-Lo del divorcio de Clara, luego el curro... estoy en la ruina, deberías ver dónde vivo.
-¡Me importa una mierda! Seguro que es más de lo que mereces.
-Tranquila, ya no os voy a hacer más daño, a nadie.
-Claro que no.
-No, te lo digo en serio, muy pronto os dejaré en paz, para siempre...
-No te me pongas sentimental, tienes lo que te mereces y lo sabes, ¿qué pasa? ¿Que te vas a tirar al río? Mira, me parece estupendo. Pero antes consigue el puto dinero. ¡Consigue mi dinero joder! Te juro por Dios que como pierda la casa, como echen a mis hijos a la calle, a mis hijos, te lo juro Ricardo, no vas a tener planeta para correr.
-Lo siento.
-Hijo de puta.
Colgó. Los rayos de sol seguían ahí, pero ya no alumbraban.
Guardó el teléfono en su bolsillo y continuó mirando al río, cavilando. Sabía perfectamente que no iba a cobrar ese trabajo, el tipo había desaparecido sin dejar rastro. Sí, claro, todos los pringados como él hablaban acaloradamente sobre ir a buscarle y hacer que pagase a la fuerza, todo ese rollo. Pero el tipo no iba a aparecer. Estaría en las Bahamas, o vete tú a saber, ya lo había visto otras veces, conocía el percal. Y aunque pagase daba igual, la pasta que le debía no daba ni para empezar a pagar su deuda. Tampoco sabía cómo iba a sobrevivir. Se veía como todos los tipos del comedor, completamente zumbados, arrastrándose como leprosos, hablando solos y recolectando las monedas que le sobraban al resto. En fin. Que tampoco era ningún drama, un insecto menos, sin más, el mundo seguiría girando, en un mes a nadie le importaría ya una mierda. Ya estaba más que decidido. Lo único que le preocupaba era la pella con su hermana. Les había jodido bien. Pero no podía hacer nada al respecto. No había ninguna forma, ninguna en absoluto, de conseguir la pasta. Al menos iba a ahorrarle a su hermana el tener que matarlo.
Miró hacia el puente y se imagino precipitándose al río desde allí arriba. No le convenció la imagen. Hoy acabaría todo, sí, pero sería a su manera. Que para algo había perdido toda la semana preparando la soga de los cojones.




2.




Fue haciendo el camino inverso para llegar a su habitación de mierda. Las sensaciones no eran las mismas tras la charla con su hermana, había hecho que se sintiera como la mierda que era, y estaba bien que se lo recordaran. Al pasar por la sala de juegos se detuvo ante la puerta y miró al interior. Recordó las horas, los días, todas esas victorias y derrotas, el amor y el odio, las caras de los parroquianos, las visitas al cajero. Le llegaban los sonidos, el olor. Recordaba las cagadas que le habían llevado al pozo en el que se encontraba pero que también, por otra parte, le habían dado algo de vida en el desierto. “¡Malditos hijos de puta! ¿Quién habrá inventado esa mierda?” Seguramente siempre había estado ahí, intrínseco al ser humano, bajo diversos disfraces, acompañándolo siempre.
Sus manos comenzaron a temblar, sabía que no tenía nada, pero aún así lo comprobó rebuscándose en los bolsillos. No hubo suerte. Estuvo tentado de pedir alguna moneda a los transeúntes, no sería la primer vez. Tenía la sensación de que si lo intentaba sacaría un buen premio, como despedida, como broche final. Pero al rato se le pasó el entusiasmo, se dio cuenta de que siempre se estaba contando las mismas milongas a sí mismo. Echó un último vistazo a la puerta del salón de juegos y prosiguió su camino hacia la pensión. El día empezaba a nublarse. Las cosas poco a poco se iban poniendo en su lugar.
No se encontró con nadie mientras subía las escaleras. Abrió la puerta de la casa y caminó por el pasillo hasta su habitación, tampoco parecía haber nadie allí, no había nadie en ninguna parte, nadie iba a interrumpirle o disuadirlo, el destino estaba de acuerdo. Abrió la puerta de su habitación y cerró por dentro.
La soga colgaba del techo, inerte, esperando pacientemente. Ricardo suspiró, se acercó a la mesita y abrió el cajón. Rebuscó en su interior y sacó un paquete de tabaco a medias. Llevaba ocho meses sin fumar, había sido su intento de dejarlo que más éxito había tenido en décadas, pero claro, ahora ya no tenía mucho sentido. Sacó uno y lo encendió.
Revisó la soga. Estaba perfectamente tensa. La había atado fuertemente al radiador y luego la había llevado hasta el techo donde la había asegurado con tres argollas de acero, las más fiables que había encontrado en la ferretería, no era cuestión de escatimar con estas cosas. Se subió a una silla para revisar el nudo, los nudos siempre se le habían dado bien, aguantaría. Desde la silla se imaginó la caída. Dio una calada y se bajó de la silla. Apagó el cigarro en el cenicero y se encendió otro, estaba seco y asqueroso, pero era lo que había. Se acercó a la ventana y miró al exterior en busca de señales. El panorama de siempre, gente andando bajo el sol, nada relevante.
Mientras fumaba le apeteció un último chupito de Jack Daniel's. Solo tenía el whisky del mercadona. Se sirvió. Joder, habría sido mucho mejor un Jack, ¿por qué no pensó en ello? Empezaron a apetecerle un montón de cosas: un último chuletón con patatas fritas, un último chupito de licor de hierbas, un último paseo por el pueblo, una última carcajada... Se dio cuenta de que empezaba a flaquear. Nunca había sido una persona demasiado espiritual, pero le aterraba que las habladurías fuesen ciertas, de haber vida de ultratumba estaba jodido, había arruinado a su familia, desperdiciado su vida y se disponía a ahorcarse como colofón a su miseria, se iba por la puerta de atrás tras cinco putas décadas de deambular torpemente por esta roca y ansiaba el vacío eterno porque si no se veía arponeado por demonios burlescos hasta el maldito día del juicio.
Estaba remoloneando, era el momento más difícil, pero ya lo había pensado y planeado, era inútil darle más vueltas. Tiró el cigarro al suelo, lo pisó, se subió a la silla y se colocó la soga al cuello.
Se hizo el silencio, notaba el palpitar de su corazón en la sien. “Joder, ojalá que al menos sea rápido”. Temblaba y sudaba, empezaba a faltarle el aire. Se le metió en la cabeza la famosa frase de Armstrong: “Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”. Se la repitió a sí mismo como un mantra.
Respiró profundamente, cerró los ojos, dio el paso y se dejó caer.
Las argollas que sostenían la soga, al notar los 93 kilos de Ricardo sin el apoyo de taburete alguno, decidieron darse por vencidas también y, junto con un considerable pedazo de techo, se dejaron caer con él. Lo primero que llegó al suelo fueron las rodillas de Ricardo, luego la panza, y finalmente su cabeza medio calva que impactó contra el suelo de madera con un sonido seco y potente, como de campanada.
Ricardo gimió. No estaba muerto.
El dolor en las rodillas y la sien era punzante y profundo. Su corazón corría tanto que parecía dispuesto a explotar en cualquier momento.
La soga no le permitía respirar bien, alzó sus manos temblorosas y la aflojó un poco mientras jadeaba contra la madera del suelo. Intentó incorporarse un poco, pero el dolor en las rodillas y su prominente panza no se lo permitieron. Probó a girar sobre sí mismo, pero, tras un par de patéticos balanceos se reveló también un objetivo destinado al fracaso.
Así que se quedó tumbado en el suelo de la habitación, a lo largo, vencido y derramado como un vaso roto. Observó su cuarto desde esa perspectiva, los calcetines sucios en el rincón, las capas de pelusa por todas partes. Comenzó a llorar.
-Joder... Mierda... Me cago en la puta... -alcanzó a balbucear.
En ese momento empezaron a aporrear la puerta de su habitación.
-¡Ricardo! ¡Ricardo!
-Un... momento...
Volvió a intentar la verticalidad, tuvo que concentrar toda la energía que le quedaba, apoyar las manos y separarse del suelo, parecía que iba a conseguirlo, aunque apoyarse sobre las rodillas era un acto de masoquismo total. Gimió.
-¡Ricardo!
-¡Ya va joder!
Dio el último empujón mientras se le escapaba un pedo. Lo logró.
Ya en pie comenzó a marearse, se apoyó en la mesa para evitar una nueva caída. Se miró al espejo, un pequeño hilo de sangre brillante caía por su rostro desde algún lugar por determinar en su frente. Cogió una toalla cercana y se la pasó por la cara. Intentó caminar hacia la puerta, pero algo tiraba de él. Se dio cuenta de que aún llevaba puesta la soga al cuello, se la quitó y la arrojó contra el suelo. Abrió la puerta solo lo justo. Era Carlos.
-¿Estás bien tío? He oído un golpe.
-Me he caído.
-Joder, estás pálido.
-Sí... no... no sé...
-¿Llamo a alguien?
-¡No!
-Vale vale, ¿pero estás bien?
-Solo me he caído. Pensé que no había nadie.
-Estaba ahí en la habitación, intentando escribir. Mierda, estás sangrando.
-Oh, vaya. -Ricardo se palpó la frente.
-Espera... toma. -dijo Carlos acercándole una servilleta usada.
-Mierda, joder.
-Dejame que lo vea.
-No, tranquilo, no es nada, estoy bien.
-¿Seguro? Tienes muy mala cara.
-Sí, sí, tranquilo, no quiero molestar.
-Bah, tampoco estaba haciendo una mierda.
-No, no te preocupes. He tenido un mal día, esto solo ha sido la guinda.
-Bueno, tú verás. Si quieres algo estoy aquí, ¿vale?
-Vale. Gracias.
-¿Estás bien no?
-Sí.
-Pues venga.
Carlos desapareció por el pasillo. Ricardo cerró la puerta y se arrojó sobre el sofá. Miró al techo, había un par de agujeros bastante grandes y una grieta alargada en torno a la cual la pintura se había descascarillado. La casera se iba a cabrear. Observó la soga tirada en el suelo, la cabrona no había aguantado. Se sintió patético. ¿Ni siquiera eso iba a salirle bien? ¿Acaso era tan inútil? ¿O era que la suerte no le acompañaba ni cuando intentaba ahorcarse?
Hizo un repaso, intentó descifrar el por qué. ¿Existía la suerte? Cuantas veces habría meditado sobre ello. ¿Cómo era posible que la suya fuese tan mala? ¿O en realidad no había tal cosa y todo era culpa suya? No. Había algo, algo que hacía que unos se revolcasen en el fango y otros entre flores. Por supuesto que contaban las capacidades, pero no lo eran todo. ¿Sería Dios? ¿Existía ese mamón? ¿Por qué la había tomado con él? No era lógico, ni siquiera había podido suicidarse, era absurdo, parecía ficción. ¿O acaso significaba algo? ¿Cómo interpretarlo? Estaba claro que él había sido muy torpe con sus cartas, pero no tanto joder, no tanto.
Se encendió un cigarro.
¡Que le jodan a la suerte! ¡Y a Dios! No podía depender de ellos. Cavilaciones. Excusas. Esto sería un renacer. Iba a ser otro, iba a esforzarse, a hacerlo todo bien. Solo necesitaba una cosa, solo una, con ella de nuevo sería capaz, todo sería distinto, sí, solo necesitaba volver a tener ese apoyo, y entonces resurgiría, y todo sería de otra forma, todo sería mejor. Solo necesitaba eso.
Decidió hacer una última prueba. Confiar por última vez en el destino. Iba a jugar su última carta. Si le salía bien intentaría con todas sus fuerzas que las cosas fueran perfectas. Si le salía mal entonces a la mierda con todo. Solo esperaba tener suerte, solo esta vez.
Cogió el móvil. Sabía que no podía llamarla así que escribió un mensaje:

“Hola, soy yo. Sé que no quieres hablar conmigo ni volver a verme, pero he estado pensando mucho, he pensado mucho en ti, en todo. Voy a cambiar. Te lo juro. Por favor, espero que me creas. He tocado fondo, no sabes hasta que punto, y quiero salir, y solo puedo hacerlo contigo. Todo será distinto, soy capaz de ello, lo sé. Todo será distinto, seremos felices, te lo juro. Dame otra oportunidad, solo esta vez, por favor. Te quiero.”

Dejó que pasaran unos cuantos minutos. Releyó el mensaje unas cuantas veces. Acarició la pantalla a sabiendas de la trascendencia de ese momento. Apretó “enviar” y observó cómo partía. La suerte estaba echada. Solo esperaba que fuese buena. Solo esta vez. Solo esta vez.
Escondió la cabeza entre los brazos intentando minimizar los estímulos sensoriales y controlar su respiración.
Pasados tan solo unos segundos su móvil sonó. Había recibido un mensaje. Ricardo se sorprendió ante la rapidez casi inmediata de la respuesta y, con manos temblorosas presas de la excitación, pulsó “leer”.

“Error al enviar mensaje. Su saldo está agotado. Recargue 5 euros o más y aprovéchese de nuestra oferta LA VIDA UN POCO MÁS CERCA con llamadas de 16 a 8h y fines de semana por solo 2,63cts IVA incluido.”

El mundo se detuvo. Ricardo leyó el mensaje de nuevo y dejó caer el móvil al suelo. Las lágrimas volvieron a asomarse por su rostro. Mientras la primera caía por su mejilla Ricardo apretó fuertemente los puños, su respiración se hacía densa, notó que perdía el control y que una rabia sobrenatural se apoderaba de su ser. Se levantó del sofá. Era un géiser, un volcán. Se acercó al espejo de la mesita y observó. Odió a ese cateto de ojos llorosos que le devolvía la mirada. Estuvo cerca de soltar un furioso puñetazo a su reflejo, pero se contuvo. Al rato una sonrisa demente transformó su rostro. Vio cómo el reflejo se transformaba en un demonio de ira hirviente. Empezó a reírse ya libre de todo y le dijo:
-La vida es un juego. Y hemos venido a jugar, ¿no?




3.




-Buenas noches señor.
-Buenas.
Ricardo atravesó la puerta del casino y entró al templo. Eran casi las dos de la mañana y el casino jadeaba como una entidad propia, boyante de actividad. La locura y el dinero flotaban desbocados de unos a otros. Ricardo hizo el reconocimiento completo de la zona en menos de un minuto. Divisó a los habituales, a los menos habituales y a los casuales. Se acercó a una mesita cercana sorteando a un par de casuales. En la mesita había canapés y pequeñas copas de champán. Se bebió una y se comió uno de chorizo y queso. Luego atravesó las mesas de poker para llegar hasta donde estaba el Catalán. El Catalán por supuesto también había visto a Ricardo en cuanto este entró y esperó a que estuviese a su altura para tenderle la mano.
-Hombre Ricardo, cuanto tiempo.
-¿Qué tal?
-Bien hombre, bien, ¿y tú?
-No estoy mal.
-Jajaja, y que lo digas, vienes muy elegante hoy, joder, trajecito y todo, ¿qué vienes, de una boda?
-Más bien de un bautizo.
-Bien, bien, y qué, ¿te sientes afortunado?
-Eso nunca se sabe.
-Jajaja, y que lo digas amigo, y que lo digas...
-Oye, tengo que hablar con Monty.
Al escuchar esto la cara del Catalán cambió por completo, perdiendo ese falso gesto amistoso. Se acercó a Ricardo y cogiéndolo del brazo lo apartó un poco de la multitud.
-¿A Monty? ¿Y para qué quieres ver a Monty?
-Para un préstamo.
-Pero para eso me tienes a mi Ricardo, no hay necesidad de que veas a Monty.
-Creo que esta vez no puedes ayudarme.
-¿Y eso?
Ricardo se acercó al Catalán y le susurró algo al oído.
-Estás loco. Ni de coña.
-Lo necesito, necesito esa cantidad.
-¡No te jode! Y yo, y todos los imbéciles que hay aquí metidos.
-Lo necesito, y tú me vas a ayudar.
-¿Se te ha ido la olla? ¿Qué garantías das? He oído que tu mujer se ha llevado hasta tus calzoncillos sucios.
-Eso es asunto mío. El dinero se devolverá en el plazo habitual.
-Sí, claro hijo de puta, como la última vez... Mira, vete a cagar, tengo cosas más importantes que hacer.
El Catalán hizo amago de alejarse, Ricardo lo agarró con fuerza del brazo.
-Oye, habla con Monty, necesito el dinero, me lo debéis, lleváis sangrándome años.
-Nadie te debe una puta mierda.
-Lo devolveré, con los intereses, perdéis una pasta.
-No tienes ninguna garantía.
-Siempre he pagado.
-No estas sumas. Mira Ricardo, lo hago por tu bien, te voy a hablar ahora como amigo, veo esto a diario, la gente nunca gana, jamás, por eso estoy yo aquí, para hacer negocio de su desesperación, soy el único que tiene alguna posibilidad aquí, el resto estáis todos perdidos. No te metas en ese marrón. No lo hagas.
-No es ningún marrón, no tienes de qué preocuparte.
-Claro, tienes algún método infalible ¿no? O no, espera, resulta que justo hoy y solo hoy la estrella de Orión está alineada con la de tu puta madre, ¿es eso no?
-Catalán, tú lo has dicho, estáis aquí para hacer negocio, y sois los únicos que tenéis las de ganar en este sitio, ¿no? Pues déjate de putos rollos y consígueme la pasta hostia.
El Catalán miró fijamente a Ricardo, este no le apartó la mirada, pasaron unos segundos. El catalán suspiró.
-Voy a hacer una llamada.




4.




El Catalán llamó al timbre. Les abrió un tipo alto y ancho.
-¿Qué tal Tino?
-Pasad.
Entraron. Tino cerró la puerta con llave y les condujo al salón. Allí estaba Monty, recostado en el sofá jugando a un video juego de superheroes con un amigo. Monty era un treintañero de complexión normal, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, pelo corto, bien afeitado, con gafas. Tenía pinta de ser un inofensivo informático, nada en su aspecto resultaba intimidante o peligroso. Desde luego no se correspondía para nada con la imagen que Ricardo se había hecho de él.
-Pasad, pasad, sentaos -dijo sin apartar la vista de la pantalla-. Esperad un momento a que machaque a este inútil.
Ricardo y el Catalán se sentaron en un sofá cercano y observaron en silencio a Monty que gesticulaba aferrado al mando de la consola. De repente se levantó del sofá de un salto, en éxtasis.
-¡Muere cabrón! ¡Muereeeee! Jajajaja ¡Y con el ataque especial! ¿Lo habéis visto no? ¿Quién es el amo de los juegos de lucha, eh? Jajajaja.
Monty tiró el mando de la consola sobre el sofá y agarró una botella de dos litros de fanta de naranja, dio un largo trago, volvió a dejar la botella en la mesa. Se sentó en el sofá y miró a Ricardo.
-¿Así que este es el tipo no?
-Sí -dijo el Catalán.
-No te voy a dejar la pasta.
-¿Entonces para qué coño he venido? -preguntó Ricardo.
Monty se recostó en el sofá y volvió a mirar a Ricardo en silencio durante unos segundos.
-Voy a dejarte la mitad. Y lo quiero en el plazo habitual con los intereses. Cata me ha dicho que eres de fiar, y más te vale, porque como me falles eres hombre muerto, ¿me oyes? Y me la suda si eres uno de esos idiotas a los que les da igual todo porque de todas formas ibas a suicidarte o algo así, como no esté la pasta lo pagarás, tú y la gente a la que quieras, porque no dudes de que los voy a encontrar. ¿Entiendes lo que te digo?
-Escucha hijo -dijo Ricardo-, te saco 20 años, no hace falta que te pongas en plan el Padrino conmigo, ya sé cómo va esto.
Monty se incorporó un poco, dio otro largo trago a la fanta y miró fijamente a Ricardo durante unos segundos.
-Está bien. Tino, dales la pasta. Y espero por tu bien que sea tu día de suerte. Ahora largo de aquí, los dos. Y tú, idiota, coge el mando que te voy a dar la del pulpo.
Monty agarró el mando de la consola y dejó de prestarles atención. Ricardo y el Catalán se levantaron. Tino les acercó una bolsa de plástico, Ricardo la cogió.
-Un placer -dijo Ricardo con una ligera reverencia.
-Fuera de aquí.
Así hicieron. Se montaron en el coche de el Catalán y Ricardo revisó la bolsa. Efectivamente era la mitad de lo que había pedido, pero aún así nunca había visto tantos billetes juntos, ahora la cuestión era multiplicarlos. Pusieron rumbo al casino.
-Bueno Ricardo, espero por tu bien que no la cagues -dijo el Catalán una vez ya en el templo-. Yo me largo a ver si hago algo de negocio.
-Que tengas suerte -contestó Ricardo.
-Mejor que la tengas tú.
El Catalán desapareció entre las mesas.
Ricardo se acercó hasta la barra y se encendió el último cigarro del paquete mientras esperaba al camarero. La ley anti tabaco era algo ambiguo en el casino, y más a esas horas. Cuando llegó el camarero se pidió una copa, Jack Daniel's con Coca-Cola, pidió que se la cargaran. Estrujó el paquete de tabaco vacío y lo tiró a la papelera. Cogió la copa y fue con ella hasta la mesa de la ruleta. Ahí estaba su vieja amiga, como siempre, menuda hija de puta.
Dio una amplia calada y apagó el cigarro en un cenicero. Observó la mesa. A lo largo de los años había desarrollado múltiples y variadas técnicas para garantizar el éxito. Si por él fuese se apostaría toda la pasta de una vez para acabar cuanto antes, pero en este casino de mierda había límites en las apuestas. Dejó de lado todas sus técnicas e hizo la típica jugada de alguien desesperado y con dinero. Apostó al 5, al 10, al 23, al 8, al 30, al 11, al 13 y al 36, con ello se cubría las espaldas, puso el máximo, 250 a cada número, aparte de otros 900 a negro y 900 a la 1ª docena. 3800 pavos de una tacada, la apuesta máxima de la mesa. Los tipos que estaban por allí lo miraron, algunos con asombro, otros excitados y sonrientes, uno le hizo un gesto de aprobación y respeto.
-¡No va más! -dijo el crupier.
Todos en la mesa tensaron el esfinter y miraron la ruleta con atención. Ricardo miró su reloj. Eran las 4:15. Eso le dejaba 40 minutos antes de que el crupier dijese eso de “hagan juego para las 3 últimas bolas de la noche” la frase mágica que solía desencadenar la locura, en la que ya nada importaba y se ponían sobre la mesa sueldos, sueños y miserias. Pero para eso aún quedaba tiempo, y le quedaba un montón de pasta en la bolsa. Recordó que estaba sin tabaco. Dio la espalda a la mesa y se alejó rumbo a la barra a por una cajetilla. La siguiente hora se presentaba emocionante e iba a necesitar fumar, seguramente se pidiese otro Jack también.
Mientras se alejaba de ahí la bola comenzó a girar por la ruleta. Giró y giró y giró. Y se detuvo.