-No puedo más, estoy harta.
-Ya...
-Esto es una mierda. Odio estar
aquí.
-Ya, bueno.
-Yo tenía un negocio, una
familia, tenía dinero, ¿sabes? Tenía dinero... Y un negocio.
-Sí.
-Y todo a la mierda. Siempre se va
todo a la mierda, estoy harta.
-Ya...
-Estoy harta de esto, de estar
aquí, de esta maldita cola.
-Bueno, venga, tranquila.
-Estoy harta de venir aquí todos
los días. Yo tenía dinero... Y mi casa. Tenía una casa. Era
pequeña, pero era mía, con mis cosas.
-Sí. Lo sé, lo sé.
-No aguanto estar aquí, todos los
días igual... Bueno, ¿qué pasa ahí? ¿Avanzamos o qué?
-...
-Joder, estoy harta, harta de esta
mierda, de que todo salga mal.
En ese momento se puso a sollozar.
El tipo que estaba a su lado la rodeó con el brazo, intentando
calmarla. Esa yonki siempre estaba igual, quejándose de su vida
constantemente. Ya me sabía la cantinela, todos los días era la
misma puta historia. Yo estaba un poco más atrás en la fila,
mirándome las manos y los pies fijamente. Llevaba dos días sin
dormir por culpa del puto speed. El speed era una droga de mierda, no
se por qué me metía, supongo que porque era barata. El pedo estaba
bien, pero la resaca era horrible, tenías que abandonar la esperanza
de poder dormir y cada vez te ibas volviendo más y más loco, los
pensamientos psicópatas se te aferraban al cerebro mientras miles de
pequeños espasmos invadían tu cuerpo constantemente, por no hablar
de que la polla se te transformaba en un pequeño cacahuete.
Mientras temblaba embutido en
aquella fila de gente podía oír las conversaciones a mi alrededor.
Eramos unos 60 allí, en rigurosa fila india, las caras eran un
mapamundi del fracaso, podías ver todas las llanuras, valles y
océanos del país de la desesperación.
Un tipo detrás mío despotricaba.
-Unos demonios es lo que son.
Ojalá, ojalá oh dios mío, que nunca acabe siendo abogado. Y
podría, claro que podría, tengo el título, pero dios me libre. Esa
gente, esos malditos hijos de puta, están podridos. ¡Podridos todos
ellos!
Otro un poco más atrás
conversaba.
-Sí hombre, el idiota ese, el que
estaba siempre conmigo, medio calvo. Pues no se le ocurre otra cosa
que cargarse el cristal para entrar, a plena luz del día. Claro, a
la media hora ahí estaban los locales. Ahora han tapiado todas las
putas puertas, nos ha jodido el chamizo el muy cabrón.
Flotaba en el ambiente el recuerdo
de Constantino, alias el General, un tipo ya mayor, gordo y poco
sociable, que había aparecido muerto por la mañana a las puertas de
un cajero.
Yo temblaba y me mordía las uñas
mientras miraba fascinado mis zapatos, intentando descifrar el
universo y encontrar a dios. No parecía avanzar mucho en mi
objetivo, la verdad. En ese momento el universo a mi alrededor se
combó, se escuchó un golpe seco y la fila de gente se rompió. Se
oían voces y gritos. Me acerqué al vórtice de la acción. Un tipo
había abierto la cabeza a otro con un bastón de madera. Conocía a
ambos. Me acerqué al agresor y lo saqué fuera de la entrada.
-¿Pero qué coño te pasa tío?
-le dije.
-Ese hijo de puta... ¡¿Te crees
muy valiente con las mujeres eh?! Pues sal pa fuera maricón que esto
no ha hecho más que empezar.
-Relájate joder, ¿qué ha
pasado?
-Ese cabrón le pegó a mi mujer
ayer, a ver si ahora es tan valiente, a ver si ahora es tan valiente
-decía blandiendo el garrote ensangrentado -. ¡Te estoy esperando
aquí maricón!
-Oye tronco, si le ha pegado a tu
mujer tienes todo el derecho, pero piensa un poco, seguro que ya
están viniendo los maderos hacia aquí, pírate antes de que te
metas en un lío.
Me miró, temblando y desencajado.
-Pírate anda.
Echó el último vistazo al
remolino de gente, lo entendió y se largó a la carrera por una
callejuela.
Yo volví a la entrada del
comedor. Estaba todo lleno de una sangre roja, brillante y espesa que
no parecía real. El agredido, un rumano que pedía a las puertas de
una iglesia, estaba sentado en el suelo, presionando la herida con un
manojo de papel higiénico. Apareció la policía, la cola volvió a
formarse y continuamos nuestra peregrinación hacia la entrada
esquivando los charcos de sangre. Ya había algo más de lo que
hablar.
Éramos escoria, todos, los pobres
fracasados que aguardábamos pacientes la cola para comer algo y los
que en esos mismos momentos disfrutaban de una gran mariscada a
orillas de alguna playa paradisíaca. Para la mayor parte de la gente
la diferencia entre tener dinero o no tenerlo es el tiempo que pasan
dando vueltas en centros comerciales comprando basura en potencia. La
culpa de convertir el mundo en un gran retrete era de todos, daba
igual la clase y posición social. Todo se reducía a la incapacidad
de los seres humanos en ponerse de acuerdo en algo, en la incapacidad
de todos los individuos de ver más allá de su arrugado y flácido
órgano sexual. No había ningún orgullo ni romanticismo en la
pobreza, ni en el proletariado, ni, desde luego, en las élites.
Éramos todos unos tristes seres rosados y temblorosos que pataleaban
y rompían cosas al paso de su frustración. Y el dinero era la gran
manzana agusanada que nos tenía a todos pillados por las pelotas al
borde del abismo.
En la tele estaban poniendo La
ruleta de la fortuna, y hacia
allí mirábamos por inercia mientras la cola avanzaba a paso lento
hasta la entrada del comedor. Las azafatas de interminables piernas
sonreían al girar las letras del panel, los concursantes giraban la
ruleta de los premios, 100 euros, 200 euros, 1000 euros, bancarrota,
el público aplaudía al unísono, la sonrisa inmaculada del
presentador iluminaba el plató con su brillo cegador. Veíamos eso
mientras avanzábamos, pasito a pasito, con nuestras mochilas y
bolsas de plástico, con nuestras ropas de color gastado y aroma
agrio, cargando con nuestras historias y penurias que no interesaban
a nadie.
Finalmente llegué a la segunda
puerta, en la que te sellaban una tarjeta de cartón que te daba
derecho a la comida, y entré en el comedor. Aún quedaba una fila
más para coger las bandejas, pero ahora al menos podías mirar a la
gente que estaba ya sentada comiendo y adivinar el menú, que ese día
consistía en macarrones y filetes de pollo con puré de patatas.
Casi la totalidad de la gente que ocupaba las mesas del comedor
aparentaban exactamente lo que eran, personas que vivían en la calle
o al borde del abismo. Un dentista podría desarrollar la totalidad
de su carrera sin salir de esas cuatro paredes. Muchos venían
borrachos y todos estaban majaretas. Era divertido, desde luego mejor
que ver la tele. Se veía que la mayor parte de la gente estaba
resignada e institucionalizada y que nunca saldrían de esa rueda de
miseria. Ya me lo dijo un tipo los primeros días: “Aquí es muy
sencillo entrar, pero muy difícil salir”. Y era cierto, notaba la
resignación también creciendo en mí, alimentada por el desolador
panorama social. La resignación afectaba a todos, de lo contrario
era inexplicable cómo un mundo tan desigual podía seguir
manteniéndose en pie. Cualquiera con quien hablases llegaba a la
conclusión de que el mundo estaba podrido, de que las grandes
corporaciones y fortunas manejaban todo el cotarro y se quedaban con
el pastel y de que los poderes políticos eran ineficaces y
corruptos, toda esa cantinela la escuchabas a diario entre la
población indignada, pero no dejaban de ser eso, conclusiones a las
que llegabas mientras caminabas sin dilación hacia la picadora de
carne junto al resto de idiotas.
Al fin me dieron la bandeja con la
comida y busqué un sitio medianamente apartado. Al sentarme y coger
el tenedor me di cuenta de que en realidad comer era una acción
imposible y absurda en esos momentos de resaca. La comida no era
mala, pero las drogas que había tomado sí, y en ese momento tenía
el estomago replegado sobre sí mismo y cerrado totalmente a
cualquier elemento exterior. Lo intenté no obstante. No había
manera. Jugué un poco con los macarrones moviéndolos de un lado a
otro del plato, inspeccioné los filetes de pollo por ambos lados y
finalmente me rendí y le di mi comida al tipo de en frente, con
cuidado de que no me vieran las monjas y me echasen la bronca. Me
largué de allí igual que había llegado, arropado por la estridente
voz de la yonki, que esta vez discutía con uno de sus compañeros de
mesa.
A la salida del comedor la
realidad me golpeó con todas sus fuerzas y me dio el bajón.
Simplemente mirar a mi alrededor, a mis iguales y sus mecanismos,
hacía que caminase por la calle con el culo encogido, los puños
apretados y los pelos de punta, ansioso por llegar a la cueva,
esconderme y morir.
Llegué al piso, me encerré en la
habitación, bajé las persianas y me tumbé en la cama temblando. No
había nada que hacer, nada que esperar, nuestros sueños y miserias
no eran nada. Notaba las corrientes eléctricas atravesando la espina
dorsal. Eramos excrementos de ratón en un universo infinito. Algún
día acabaría todo y no habríamos conseguido ser nada más que una
triste anécdota, una pequeña nota a pie de página. No había nada
que hacer. Estaba cansado.
Intenté dormir. Mi cuerpo se
desmoronaba pero mi mente iba a mil por hora, desperdigada en todas
direcciones como un vaso de cristal roto. No conseguía encontrar las
llaves para apagar el contacto, la colisión era inminente e
inevitable. Empecé a masturbarme como intento desesperado por
relajar los sentidos. Bendita masturbación. Por muy mal que fuese el
mundo, por muy torcidas que se pusiesen las cosas, siempre podías
recurrir a ella. Siempre estaba ahí, la masturbación, al alcance de
la mano.
Estuve dándole durante horas, era
una lucha titánica debido a los efectos del speed que alimentaban la
excitación a la par que dificultaban la erección. La droga de los
idiotas. Acabé lesionándome el frenillo. Luego caí en un estado de
letargo, a medio camino entre la realidad y la ficción, como ahora.
Llamaron a la puerta de mi habitación en varias ocasiones, pero me
hice el orejas, no estaba preparado para tener ningún tipo de
contacto personal, por muy intrascendente que este fuera. La soledad
y tranquilidad de los muertos. Así debía ser la felicidad. Tenía
microsueños que hacían todo más confuso. Tuve una visión de los
seres humanos como si fuesen una inmensa barrera de coral, miles de
seres sin importancia, modificando su entorno con la acumulación de
sus huesos, miles de cadáveres amontonados, generación tras
generación, muriendo y siendo reemplazados constantemente, dando
forma con sus restos a una nueva e imparable super estructura que ya
ni ellos mismos entendían.
Poco a poco fui regresando. Cuando
tuve energía suficiente encendí al móvil para mirar la hora.
Llevaba 12 horas tumbado en la cama, girando de lado a lado como un
pez fuera del agua, delirando, encerrado en la penumbra de mi
habitación. Me había perdido la cena en el comedor.
Me incorporé y me comí una
galleta. Me acerqué a la ventana y subí un poco las persianas. Era
un aburrido día de entre semana y no se apreciaba mucho movimiento.
La oscuridad y el silencio eran ya un manto que arropaba la ciudad,
ahora era cuando surgían las cucarachas, de entre las sombras, y
maquinaban sus maldades. Me comí otra galleta y pegué el oído a la
puerta de la habitación. No se oía ningún ruido, seguramente la
gente del resto de habitaciones estaba ya durmiendo, el momento ideal
para echar una meada sin riesgo de establecer contacto.
Abrí con cautela y me aventuré
por el largo pasillo intentando hacer el menor ruido posible,
caminando despacio. Oía las respiraciones. Estaban allí. Tras las
paredes. Solo me atreví a encender la luz una vez ya en el váter, y
al enfocar, para mi asombro, una pequeña luz brillante y plateada me
llamaba desde el fondo del retrete. Me acerqué atraído cual urraca.
Parecía que hoy era mi día de suerte ya que una flamante moneda de
dos euros reposaba plácidamente en el fondo del retrete, ¿cómo
llegó hasta allí? Mejor no saberlo. Solo había que sumergir la
mano en el agua apestosa, por suerte parecía que el anterior usuario
no había olvidado tirar de la cadena. Me sumergí y regresé con la
propina.
Atravesé el pasillo y volví a
tumbarme en la cama. No tenía dinero, ni nada que hacer, nada que me
llevase a alguna parte. Me masturbé de nuevo hasta que eyaculé un
triste escupitajo. Limpié la vida de mi mano con un trozo de papel
higiénico usado y encendí el ordenador. Tenía varios correos de mi
editor, debía haberle entregado el libro hacía semanas, se supone
que era a lo que aspiraba todo escritor, a ser editado, a mi me
importaba más bien poco. Abrí una página de contenido gore y me
puse a ver vídeos reales de decapitaciones. Las sesiones nocturnas
de vídeos de decapitaciones (y sus respectivos comentarios de los
internautas) me estaban enseñando más sobre el ser humano que
muchos de los libros que había leído, la conclusión siempre era la
misma: estamos en un estercolero. La mayoría eran vídeos de ajustes
de cuentas entre cárteles de la droga sudamericanos. Los degollaban
como a cerdos, de una manera terriblemente chapucera, serrando la
carne poco a poco. Las víctimas tardaban bastante en morir, me
imaginaba su agonía.
Cuando estaba inmerso en mi viaje
a los bajos fondos del ser humano escuché que la puerta de la casa
se abría. Mi habitación era la más cercana a la puerta de la calle
y podía enterarme de quién salía o entraba. Era bastante tarde
para que hubiese movimiento en el piso y, debido a la curiosidad,
silencié momentáneamente los gritos de los decapitados y pegué la
oreja a la puerta de mi habitación. Pude escuchar pasos y risas.
Parecían dos personas, un hombre y una mujer. Seguramente, por las
horas, debían de venir pedo. Empecé a oír golpes, como si se
chocasen contra las paredes, estaban armando un escándalo
considerable. Finalmente decidí salir a poner orden. Lo que me
encontré a mitad del pasillo fue a Agustín. Agustín era el
inquilino de la habitación 6. Un viejo delgado que parecía tener
200 años, le faltaban la mitad de los dientes y una enorme barba
canosa cubría las arrugas de su rostro. Tenía síndrome de Diógenes
y vivía rodeado de basura. En el piso todos estábamos hartos de él
y del hedor que desprendía su puta habitación. En ese momento
arrastraba por el pasillo a una chica joven, morena y de buen cuerpo,
que yacía inconsciente a sus pies. La imagen, en mitad de la noche y
con resaca, resultaba sumamente perturbadora.
-Agustín, cabrón, ¿se puede
saber qué cojones estás haciendo?
-Nada.
-Estáis montando un escándalo de
puta madre, algunos intentamos dormir -mentí.
-Lo siento, ya casi he llegado a
la habitación, ¿me echas una mano?
-Ni de coña. ¿Quién cojones es
esa chica?
-No, nada, es una amiga.
-¿Una amiga?
-Sí.
-Tú no tienes amigas.
-Sí hombre, es una amiga.
-¿Qué le pasa? ¿Está pedo?
-No hombre, está cansada.
-Parece inconsciente.
-No, solo está cansada, de tanto
bailar jejejeje.
Agustín me miró con ojos de
corderito, jodido viejo.
-Dejad de hacer ruido ya hostia.
-Sí, lo siento.
Me largué a mi habitación. Era
una situación extraña. Me tumbé en la cama y me fumé un porro
pensando en ello. Al rato escuché gritos y golpes que surgían del
final del pasillo, de la habitación de Agustín, volví a
incorporarme echo una furia, salí de mi habitación y fui hasta
allí.
Antes de que llegase a su
habitación vi cómo se abría su puerta y salía de ella la chica.
Estaba descalza y caminaba apoyándose en las paredes. Cuando me vio
ahí, en mitad del pasillo, me miró fijamente a los ojos y vino
corriendo hacia mí, me agarró fuertemente del brazo y se escondió
detrás mío, usándome de escudo. Acto seguido salió Agustín de la
habitación, estaba en pelotas, con su piel flácida y amarillenta
pegada al esqueleto por unas mínimas capas de carne. Al verme ahí
se detuvo en seco.
-Agustín, hijo de puta, ¿se
puede saber qué coño está pasando?
-Bah, no es más que una puta, una
puta borracha, que os jodan a los dos.
Se metió en su habitación y
cerró de un portazo. Me giré y miré a la chica, estaba temblando,
no apartaba su mirada de la puerta de la habitación de Agustín.
-Oye, ¿estás bien?
No contestaba.
-Tranquila, ven, por aquí.
Me la llevé a mi habitación, la
chica casi no podía caminar. La senté en un viejo sofá que tenía
en una esquina y me arrodillé frente a ella.
-Oye, ¿cómo te llamas? ¿estás
bien? ¿Qué ha pasado?
La chica no contestaba, se veía
que estaba muy borracha. Tenía el pelo negro, largo y rizado, debía
tener más o menos mi edad y era bastante atractiva, lucía un escote
claramente prometedor
-Tranquila, ahora estás a salvo.
Me miró a los ojos fijamente,
fascinada, como si yo fuese un ángel caído del cielo. Esbozó una
sonrisa, pero seguía sin hablar.
-Oye, ¿quieres que llame a
alguien?
No apartaba sus ojos de los míos,
empezaba a ponerme nervioso. Entonces extendió su mano y empezó a
acariciarme la mejilla, tenía la mano helada. Por fin habló.
-Dios... eres guapísimo.
-Sí, me lo suele decir mi madre
-dije mientras apartaba su mano de mi cara. -Oye, he visto que traías
un bolso, quédate aquí, voy a buscarlo, y a buscar tus zapatos.
Salí nuevamente de la habitación
y atravesé el pasillo. Llegué a la habitación de Agustín y llamé
a la puerta.
-¡Qué!
-¡Abre!
Agustín abrió su puerta solo un
poco y se asomó por la rendija.
-¿Qué quieres?
Empujé su puerta con todas mis
fuerzas haciendo que cayese de culo contra el suelo. Seguía en
pelotas. Entré en su habitación, el hedor era insoportable,
montañas de basura hasta el techo surgían desde cada esquina. Me
acerqué a él, pude ver el terror en su rostro, lo agarré del
cuello y lo estampé contra la pared, emitió un quejido, apreté un
poco más, sus manos huesudas se aferraron a mi muñeca, clavándome
las uñas, acerqué mi cara a la suya, su apestoso aliento me
golpeaba.
-Maldito hijo de puta, debería
matarte ahora mismo. No quiero movidas cabrón, no voy a llamar a la
policía, estoy cansado y de los nervios, pero te aseguro que como me
toques las pelotas un poco más, solo un poquito más, volveré aquí
y te cortaré la cabeza poco a poco cabrón, ¿me oyes?
No contestó.
Lo solté y cayó al suelo,
jadeando.
-Dame el bolso y los zapatos de
esa pobre chica.
-Están ahí -dijo a duras penas.
-¿Y los calcetines?
-No lo sé.
Miré a mi alrededor, no pensaba
bucear entre toda esa mierda para buscarlos.
-Me largo cabrón, y te estoy
haciendo un favor, no lo olvides.
Cogí el bolso y los zapatos y
caminé nuevamente por el pasillo. Me preguntaba si el resto de
inquilinos no se habrían enterado de nada o si simplemente se la
sudaba, me decantaba por la segunda opción.
Al llegar a mi habitación vi que
la chica se había movido del sofá y ahora estaba tumbada en mi
cama.
-Toma, tengo tu bolso y tus
zapatos, póntelos, te acompaño a la calle.
-¿No puedo dormir aquí?
-Ni de coña, vístete.
Comenzó a desabrocharse la
camisa, tenía unos pechos estupendos, todo su cuerpo era estupendo.
-No, no hagas eso, vístete.
-Ven aquí.
Cogí unos calcetines de mi
armario y se los di.
-Venga, vístete, nos vamos.
Me agarró de la mano y me atrajo
hacia sí.
-¿Qué pasa? ¿No te gusto?
-Tienes que irte.
Me miró fijamente, con cara de
pena. De repente su expresión cambió, dejó de mirarme y giró su
rostro hacia un lado. Empezó a vomitar, sobre mi cama. Intenté
buscar una bolsa mientras una enorme masa amarilla y apestosa
abandonaba su cuerpo para reposar sobre mis sábanas.
-¡Me cago en dios!
-Lo siento... Bruuurr...
No había nada que hacer, esperé
a que acabase. Luego la levanté por los hombros y la volví a sentar
en el sofá, le puse una manta encima y le limpié los labios con un
trozo de papel higiénico.
-Hija de puta.
-Lo siento...
Cayó inconsciente. Yo miré el
estropicio. Agarré las sábanas por las puntas y formé un hatillo.
Lo cogí con cuidado y salí de nuevo de la habitación. Atravesé el
pasillo, otra vez, maldiciendo. Había un ser superior, lo había,
podía escuchar perfectamente sus risas. Tiré las sábanas en la
bañera y abrí el agua, intenté quitar toda la pota con la presión
de la ducha. Cuando estuvo listo dejé las sábanas ahí y regresé a
mi habitación.
La chica seguía en la misma
postura, inconsciente en el sofá, no había vuelto a vomitar.
Preparé un par de bolsas de plástico por si acaso. Me senté en una
silla, me encendí un cigarro y abrí su bolso. Busqué la cartera.
La abrí. Miré su documentación: Estefanía, 28 años, hija de
Roberto y Águeda, salía bastante guapa en la foto. Dejé el D.N.I
en su sitio. Tenía también un carnet de la facultad de medicina.
Abrí otra cremallera, había un billete de 50 y otro de 10, cogí el
de 50 y me lo metí en el bolsillo, por el servicio de lavandería,
pensé.
Me terminé el cigarro y me
acerqué a Estefanía, empecé a zarandearla.
-Vamos tronca, espabila.
-Nooooo...
-Sí, hay que largarse.
Comencé a vestirla, le puse los
calcetines y los zapatos, le abroché la camisa y la levanté.
-Venga, vamos, vamos.
-Estoy cansada.
-Te jodes, yo lo estoy más.
Salimos a la calle. Nos dirigimos
hacia la zona de bares, la chica iba haciendo eses, dejé que se
agarrara de mi brazo. Poco a poco pareció volver al mundo de los
vivos, dejó de balbucear y empezó a decir cosas más coherentes,
intenté sacarle algo de información.
-¿Eres amiga de Agustín?
-¿De quién?
-Del viejo.
-¿Qué viejo?
-Joder, el que estaba en casa.
-¿Qué casa? No se de qué me
hablas.
-Venga ya, ¿en serio? Te hablo de
hace un rato.
-Joder, eres guapísimo, pero creo
que estás un poco loco, eso me pone ¿sabes?
-Estupendo.
-¿Vamos a tomar una cerveza ahí?
-Yo paso de cervezas, me voy a
casa.
-¿Puedo ir contigo?
-No, prefiero estar solo.
-No es eso lo que me habías
prometido.
-¿De qué coño hablas?
-En el bar.
-¿Qué bar?
-En el que nos hemos conocido.
-Oye, ¿me estás vacilando? ¿No
recuerdas lo que ha pasado?
-Estábamos en un bar bebiendo y
me has dicho que me llevarías a tu casa.
-Joder, esta sí que es gorda.
Mira, yo solo te digo una cosa, ten cuidado con los pedos que te
pillas tronca, eres una chica muy atractiva y algún día podría
acabar pasándote algo.
-¿Crees que soy atractiva?
-Joder, claro, pero esa no es la
cuestión, la cuestión es que tienes que controlar un poco, el mundo
está lleno de depredadores, te podía haber pasado algo muy malo,
¿en serio no sabes de lo que te hablo?
-Ni idea.
-Joder, alucino. En serio tía,
esto ha sido un aviso, ¿por qué no te acompaño a coger un taxi o
algo? Vete a casa y descansa.
-No me rayes tronco, quiero otra
cerveza.
-Vale, tomemos esa cerveza.
Entramos en uno de los garitos
abiertos, ponían música de moda para los cuatro gatos que había
allí. Me acerqué al camarero y pedí dos pintas, nos las sirvieron,
di un largo y refrescante trago.
-Joder, me gustas, eres el chico
más guapo con el que he ligado desde hace mucho tiempo, y pareces
buena persona, debajo de esa fachada de tipo duro y desagradable,
puedo verlo.
-Estupendo.
-No tienes que hacerte el borde
conmigo, te he calado, en realidad eres bueno.
-Sí, deberían beatificarme.
-Oye, voy a mear, ahora vuelvo.
-Vale.
La observé dirigirse al baño,
buen culo. Llamé al camarero. Pagué las pintas. Me bebí la mía de
un trago. Me levanté. Cogí dos gominolas con forma de corazón que
había en un cuenco en la barra. Me metí una en la boca y me largué
de allí.
Volvía
a casa. Hacía buena noche. Un barrendero regaba la calle. A saber
qué cosas extrañas estarían ocurriendo en ese mismo momento en
este planeta de mierda. Me comí la otra gominola. No podía sacar
ninguna conclusión o moraleja de lo ocurrido, simplemente estaba
cansado. Al día siguiente era mi cumpleaños y tenía que echar las
sábanas a la lavadora.