Se miraron. Miles de besos, de caricias, de orgasmos, de te quiero...
Pudo notar la tensión y la incomodidad en el aire. Sopesó durante un instante en darle un par de besos, aunque fuese en la mejilla, pero desechó la idea al momento. Lo mejor sería acabar con el trámite cuanto antes y de la manera menos dolorosa posible.
-Hola -fue lo que consiguió balbucear.
-Hola. Acabemos con esto, tengo prisa -dijo ella mientras atravesaba con decisión la puerta sin esperar respuesta alguna.
Se dirigió al salón. Él reaccionó, cerró la puerta e hizo lo propio. Volvió rápidamente a colocarse frente a ella procurando aparentar firmeza e intentó buscar sus ojos. Ella cruzó los brazos y echó una rápida ojeada a su alrededor, buscando sutiles cambios en el entorno, buscando pistas. Luego clavó sus ojos en los de él.
Aquella mirada le heló el corazón. Una mirada cargada de odio y desencanto.
El odio estaba parcialmente fingido, parcialmente, reconocía esos pequeños matices en su cara que mostraban que se intentaba hacer la fuerte. Lo malo era el desencanto, porque no estaba fingido ni exagerado, era absolutamente real. Percibió todo el agotamiento de esa pesada carga de la que pretendía librarse de forma definitiva en aquel preciso momento. Él se acojonó, su mente empezó a titubear. Replegó la barrera relajando su facciones y se dispuso a preguntarle ¿qué tal estás? Pero no le dio tiempo, ella habló primero.
-¿Dónde están mis cosas?
-Las tengo en la habitación.
-Tráemelas por favor.
-Sí, claro.
Obedeció y fue rumbo a la habitación. Por algún motivo no se sentía cómodo dejándola a solas en el salón. El ordenador estaba encendido, pero no había nada en él que pudiese causar un conflicto, no había pestañas con porno ni estaba chateando con alguna chica. Tampoco tenía nada que ocultar, ningún objeto extraño de alguien extraño, ni restos de fiesta desenfrenada. Pero aún así no se sentía cómodo. Intentó darse prisa, cogió la maleta del armario y volvió al salón. Ella seguía exactamente igual a como la había dejado.
-Aquí tienes -dijo posando la maleta a sus pies. Ella miró el bulto con indiferencia.
-¿Está todo?
-Claro -mintió.
-Gracias.
-De nada.
Se miraron sin saber qué hacer a continuación. Era igual que una puta partida de ajedrez, había que planear cada jugada concienzudamente, cualquier gesto, cualquier palabra debía ser meditada de antemano. La tensión le sobrepasó, se quedó en silencio y aguardó a que fuese ella la que moviese ficha.
-El ordenador.
-¿Qué le pasa?
-Quiero ver cómo borras nuestros vídeos.
-¿Qué dices?
-Sabes perfectamente de lo que hablo.
-¿Qué?
-Los vídeos, quiero ver cómo los borras delante mío.
-¿Qué te pasa?
-Vamos, ahora -le lanzó una mirada desafiante. Él la aguantó, no pensaba achantarse, no en esto, por ahí no pensaba pasar.
-Ni de coña.
-Vamos. Borralos, ahora.
-A ver... Para empezar no me des ordenes ¿vale? Estás en MI casa.
-Pero soy yo la que sale en esos vídeos, y no quiero que los tengas, así que quiero ver cómo los borras ahora mismo.
-¿Pero qué dices tía? ¿Se te ha ido la olla? -Retrocedió hasta el sofá, cerca del ordenador, para protegerlo. Se sentó y se encendió un cigarrillo-. ¿Qué crees? ¿Que voy a subirlos a Pornhub o algo así? Venga tronca.
-Me da igual. No quiero que los tengas.
-Joder, no voy a subirlos a ninguna web porno ni voy a enseñárselos a nadie ni nada de eso, sabes que no soy así, puedes estar tranquila.
-No es eso. No quiero que los tengas... Y, sobre todo, no quiero que los veas.
Vaya, eso había sido duro.
Se quedó en silencio, pensativo. Dio una calada. La miró. Expulsó el humo.
-No... No, no pienso hacerlo.
Ella apartó la mirada y suspiró agotada. Reunió fuerzas y volvió a mirarle.
-Borralos, te lo pido por favor.
-¡No te jode, borra tú los tuyos!
-Lo haré, no te preocupes.
-Pues voy hasta tu casa a ver cómo los borras y luego yo borro los míos.
-No digas tonterías, cuando salga por esa puerta no tengo intención de verte nunca más.
Segundo derechazo al rostro, el púgil se debate confuso contra las cuerdas, recibe instrucciones de la esquina.
-... Pues no, no pienso borrarlos, son míos.
-Joder Alex -descruzó los brazos al fin y los colocó sobre sus caderas, suspiró nuevamente y buscó la calma en la ventana que daba al exterior.
-Son recuerdos joder, yo no te pido que borres mis mensajes o que me devuelvas los regalos.
-No es lo mismo.
-Sí es lo mismo.
-No es lo mismo ni de coña.
-Pues por ahí no pienso pasar tía, ni de coña, no pienso borrarlos, son mis recuerdos, no haber dejado que los grabase. Ahora fue él quien cruzó los brazos aparentando autoridad, pero no resultaba tan convincente como ella.
-¿Para qué los quieres?
-¿Cómo que para qué? Esa no es la cuestión. Puede que esto se acabe, pero no dejaré que borres su rastro como si no hubiera existido.
-Bueno, haz lo que quieras -se agachó para recoger la maleta.
-¿Te vas ya? -dijo extrañado. No pensaba que ella fuese a darse por vencida tan rápido en el asunto de los vídeos, y tampoco estaba seguro de querer que se fuera.
-Sí, no me queda nada por hacer aquí.
-Espera, te acompaño a la puerta.
-No hace falta.
Alex dejó el cigarrillo en el cenicero y la siguió. Al cruzar la puerta ella se giró y se miraron una vez más, quizás la última.
-Cuídate mucho Alex.
-Sí, tú también.
Finalmente se impuso la tristeza en los ojos. Antes de que el silencio se hiciese incómodo ella le dio la espalda y comenzó a bajar las escaleras rumbo al portal, cargando con esa maleta donde se amontonaban cuatro años de relación. Él la observó desde la puerta. Su pelo negro cayendo por la espalda, sus hombros, sus brazos, la puta maleta. Cada peldaño que los alejaba era como un martillazo. ¿Era así como acababa? ¿Cuál era la jugada para no acabar con un rey decapitado? Ella seguía bajando, cada paso un poco más lejos, un poco más lejos.
Déjala partir, es lo mejor para ambos.
Pero no pudo, fue tras ella acortando peldaños y agarró su hombro. Ella lo apartó de una forma que simulaba ser violenta.
-Espera... Espera joder, vamos a hablar.
-Ya no hay nada de que hablar.
-Venga, no seas así.
-Se acabó.
Y continuó bajando. Él se quedó quieto, observando en silencio, hasta que desapareció de su vista.
Volvió a entrar en casa. El silencio era extraño. Fue hasta la ventana del salón y se asomó al exterior. En la calle hacía frío. En la calle había ruido. En la calle la gente iba de un lado para otro. Intentó encontrarla entre la maraña. Necesitaba verlo, quería esa imagen sin saber por qué. La vio. Cargando con la jodida maleta. Ahí, en mitad de la calle, en mitad de la jungla, le pareció el ser más indefenso del mundo, tan frágil en el mar de asfalto... Quería saltar por la ventana y llegar hasta ella atravesando el aire, como un jodido superhéroe, como un caballero alado, como todo lo que nunca había sido. Quería olvidar la mierda, empezar de nuevo, abrazarla y decirle que todo iba a salir bien esta vez. Mentiras a uno mismo. Nada de eso iba a pasar. Ella de lo que debía protegerse era de él, y él era el que estaba jodido sin remedio ya que ahora estaba a merced de sí mismo, de sus demonios. Lo sabía, y por eso estada aterrado, aterrado de verdad.
La siguió con la mirada.
Ella no titubeó en ningún momento, no giró la cabeza ni una sola vez. Simplemente se fue.
¿Qué había que hacer ahora?
Cerró la ventana y volvió al sofá. El cigarrillo que había dejado se había consumido por completo, al rozar el filtro la larga columna de ceniza se desmoronó en el cenicero.
Suspiró, intentó asimilarlo. Se encendió otro cigarrillo. Dio un par de caladas. No sabía a nada. Lo posó en el cenicero y se incorporó. Caminó por el pasillo hasta la habitación. Al llegar a ella se quedó parado en el umbral. Miró la cama y la vio, estaba ahí tumbada, de espaldas, tapada con el edredón hasta los hombros, llevaba su camiseta verde de pijama y dormía plácidamente, se apreciaba débilmente su respiración acompasada meciendo el edredón.
Mierda, la cosa empezaba rápido.
Entró en la habitación y se dirigió hasta el armario intentando no mirar hacia la cama. Abrió la puerta. Había un hueco, el hueco en el que estaba la maleta, la maleta con sus cosas, sus cosas... Mierda... Intentó no mirar en esa dirección tampoco, intentó no ser presa de la angustia, mantener la cabeza fría. Alzó los brazos y cogió el tarro de cristal, lo abrió. El aroma lo inundó todo. Era una marihuana cojonuda. Agarró un cogollo gordo y crujiente y salió a la carrera de allí.
Empezó a torturarse con recuerdos. La maría pegaba. Por efecto de ambos empezó a entrarle la ansiedad. Empezó a faltarle el aire, tragar la propia saliva se tornaba dificultoso.
Se puso en pie y empezó a vagabundear por el salón sin saber bien qué hacer. Miraba el móvil. Miraba por la ventana. Miraba a su alrededor, buscando algún tipo de respuesta que no llegaba mientras luchaba contra la ansiedad y la marea de sentimientos contradictorios que se confrontaban en su interior. Y coronándolo todo su imagen. Ella. Una y otra vez en su mente y su entorno.
Se recostó en el sofá. Empezó a tocarse la cara como si se secara un sudor imaginario. Suspiró. Se incorporó y fue hacia la ventana. Miró al exterior. Todo seguía su curso normal, todas las historias avanzaban sin tocarse. Sus movidas y su sufrimiento eran insignificantes en la inmensidad del mundo, incluso eran irrelevantes en la intimidad de su calle. Nada parecía haber cambiado, nadie miraba en su dirección e inclinaba la cabeza como muestra de apoyo, el cielo no se oscurecía para acompañar su melancolía, no había minutos de silencio. Todo seguía igual. Y todo había cambiado.
Fue hasta la habitación y abrió el cajón. Accedió a la parte de atrás, donde guardaba la coca. Cogió la bolsita y la pesó en la tana. Le quedaban 4,69 gramos. Se los llevó al salón. Se sentó al borde del sofá y acercó la mesa hasta él. Abrió el cierre y observó.
Extracto de la novela LOS CUADERNOS NEGROS de Carlos Salcedo Odklas. Próximamente.
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