Lo que sigue es un capítulo de mi novela, aún incompleta, titulada CURROS DE MIERDA. Comencé e escribirla en el 2009, muy influido por FACTOTUM, de Charles Bukowski. Es una novela autobiográfica sobre mis experiencias y reflexiones sobre el mundo laboral. Era mi primer intento serio de escribir y, tras 10 capítulos, consideré que no estaba preparado para un proyecto de esa magnitud y decidí forjarme con los relatos cortos, que es donde estoy ahora. No se si la acabaré algún día, ni mucho menos si verá la luz, quizás la suba por partes a este blog, ¿quién sabe? De momento aquí dejo el trailer.
CURROS DE MIERDA.
3.
Llegué antes de tiempo a la dirección
indicada, era un garaje de dos pisos situado bajo un parque. Me
alegró sobremanera el hecho de que estuviera muy cerca de mi casa,
eso reducía el tiempo de llegada al trabajo, que teniendo en cuenta
el número de horas que tenía que hacer se agradecía bastante. La
jornada laboral comienza realmente mucho antes de entrar por la
puerta, comienza con la angustia de saber que has de abandonar lo que
quiera que estés haciendo, abandonar tu vida, tu libertad, y
encaminarte al infierno. Ese duro golpe de la realidad se produce
mucho antes de fichar, se produce cuando estás a gusto con los
colegas en una terraza disfrutando de una cerveza fría, o por las
mañanas cuando suena el despertador, ahí comienza el infierno, ¡y
esas horas no te las pagan! Sin duda el camino hacia el puesto de
trabajo es el peor momento, cuando sabes que aún podrías huir, pero
no lo haces, y eres consciente de tu condición de esclavo, se revela
en todo su patetismo tu estado de perdedor, tu falta de voluntad, el
hecho de haberte sometido a los engranajes quizás para siempre. Tener que
cargar con eso, con esa culpa, durante horas, metido en el metro o el
bus, con la gente como tu con su culpa esculpida en sus caras, o en
el coche, durante los atascos y los semáforos en rojo sangre, toda
esa carga lleva a muchos a explotar y hacer uso de cuchillos y
escopetas. Supongo que tener, por lo tanto, el trabajo al lado de
casa, me hacía una persona menos inclinada a los asesinatos en masa.
Incluso llegué al puesto antes de tiempo, no obstante no quería
presentarme ahí hasta que fuera la hora acordada, no fuera que se
mal acostumbraran. Me senté en un banco y me fumé un cigarrillo
tranquilamente, observando a la gente que pululaba por el parque.
El sol empezaba a ocultarse en la
ciudad.
Las madres recogían a sus hijos. Los
niños aún no querían irse a casa, estaban ahí tirados jugando con
la arena, sin preocupaciones, sin trabajo, sin dinero, sin alcohol,
sin drogas, sin amantes, sin esposas, sin hipotecas. Sólo con su
arena, disfrutando de cada grano, acumulándola, esparciéndola,
construyendo, destruyendo. Disfrutad pequeños, nada dura
eternamente.
El sol continuaba ocultándose en la
ciudad.
Ellos tenían que subir a su casa a
cenar. Yo tenía que bajar al garaje a trabajar, así era el orden
del cosmos, así que me incorporé y me puse en camino, descendiendo.
El sol se ocultó mientras descendía a
ese infierno de hormigón.
Me estaba esperando un tipo con un
uniforme como el mío, se le veía muy cansado de todo mientras me
contaba las cuatro cosas que yo debía saber : Dónde estaba la
habitación para cambiarse, el funcionamiento de las cámaras de
vídeo, qué llaves abrían qué y poco más.
-Vaya mierda, doce horas aquí metido y
ahora encima tengo que coger el metro otra hora y media hasta llegar
a mi puta casa, ¡mierda! Me paso la vida bajo tierra, como los
gusanos.
-Ya, es una putada, yo por suerte vivo
aquí al lado.
-Joder, no sabes la suerte que tienes
macho.
-Lo se, lo se.
-Bueno, en fin, nos vemos en doce
horas, que pases buena noche.
Y se largó como alma que lleva el
diablo.
Bien, se avecinaba una larga noche.
Llevaba una bolsa de mano en la que había metido mi uniforme, unos
bocadillos y unos libros. Fui a cambiarme y ya con mi flamante traje
de noche realicé la primera ronda por el garaje. El paisaje era
desolador, paredes grises, suelo gris, franjas amarillas en el suelo
gris, luces tenues... Y coches, infinidad de coches, coches azules,
coches amarillos, coches rojos, coches blancos, furgonetas, alguna
moto.
Divisé a un hombre que surgía de una
puerta verde al fondo de la pared. Me hizo un gesto perezoso con la
mano. Yo lo imité. Se subió a un coche, uno de los rojos, arrancó
y se fue a algún lugar. Proseguí con mi peregrinaje y bajé a la
segunda planta. Allí me esperaban más coches, infinidad de coches,
coches azules, coches amarillos, coches rojos, coches blancos,
furgonetas, alguna moto.
Caminaba despacio, el eco de las
paredes amplificaba mis pisadas, no se oía nada más.
Finalicé la ronda y regresé a mi
cubículo, el paseo me había llevado unos veinte minutos en total.
Tenía una hoja con el membrete de la
empresa en el que tenía que anotar la hora y si se había producido
algún tipo de incidencia, tenía que repetir este proceso una vez
cada hora.
Mi garita era poco más grande que el
retrete de un bar, y tenía una ventana que daba a la puerta de
entrada por su parte exterior, lo que significa que cuando un
conductor quería acceder al garaje tenía que introducir su llave y
esperar a que la puerta se abriera, si en ese momento miraba a su
derecha, me veía a mi ahí sentado, a unos tres metros de el,
convirtiendo ese momento en algo desagradable para ambos. Por
supuesto teníamos que fingir que no era así improvisando un gesto
con la mano y esbozando una sonrisa.
Tenía un pequeño monitor de vídeo a
mi izquierda que se dividía a su vez en cuatro pantallas, eran las
cámaras de seguridad del garaje, en blanco y negro, desde las que
podía ver en tiempo real lo que sucedía en cada rincón de mi
feudo, por supuesto no ocurría nada.
Cada vez que alguien entraba a por su
coche desde el exterior tenía que acceder por una puerta situada en
el parque. Cada vez que dicha puerta se abría en mi garita sonaba un
pitido, eso me gustó ya que te ponía sobre aviso e impedía que
alguna noche de despiste una bella dama me pillara con la polla fuera
o en alguna otra situación igualmente embarazosa.
Estaba a gusto allí, leía algún
libro o revista, escuchaba la radio y cada hora me daba un paseo por
el garaje. Siempre anotaba en mi hoja de servicio "SIN NOVEDAD".
Nadie me molestaba, no tenía un jefe capullo dándome la brasa, no
tenía que aguantar a nadie, ni tratar con seres humanos, con la
técnica adecuada podía evitar incluso verlos, la gente venía,
cogía o dejaba su coche y se largaban de allí, yo solo les debía
algún gesto con la mano y eso, por supuesto, solo si nuestras
miradas llegaban a cruzarse. Era sencillo.
A medida que la noche avanzaba el flujo
de personas era cada vez menor hasta que ya casi resultó ser
inexistente, era noche cerrada y ya todos dormían, yo custodiaba sus
coches.
Las primeras seis horas no me
parecieron largas, pero a partir de ahí el tiempo empezó a
distorsionarse y perdía su sentido, no tenía ya un orden lógico,
algunos minutos duraban mucho y otros poco.
Yo continuaba con mi rutina, ronda, SIN
NOVEDAD, garita, SIN NOVEDAD, bocadillo de jamón y queso, SIN
NOVEDAD, cigarrillo, SIN NOVEDAD.
Me cansé de leer y decidí salir a
tomar el aire, no podía alejarme de la entrada, se suponía que
existía un supervisor que podía aparecer en cualquier momento para
comprobar si estaba en mi puesto, jamás vino a comprobarlo pero yo
no lo sabía en ese momento así que me quedaba en la entrada por si
acaso.
La noche era muy silenciosa. El parque
estaba rodeado de edificios, los típicos edificios residenciales,
idénticos unos a otros como enormes colmenas, se supone que la gente
vivía en ellos pero a esas horas parecía una ciudad fantasma como
las de las películas apocalípticas. En el silencio extremo los
sentidos se agudizan y si alguien tosía en el séptimo piso de
alguna colmena yo era capaz de oírlo claramente. Hasta el aire era
mas limpio y puro, sin coches, sin ruidos, sin gente, el mundo en
general era más puro así.
Hay gente que se vuelve loca o se
asusta con tanta soledad y quietud, en una sociedad como la que hemos
creado la quietud inquieta a los mas socializados. Yo lo llevaba
bien, me gustaba la noche, también la soledad, siempre me han
gustado.
Apareció un gato de detrás de unos
setos, iba a su aire, inspeccionando su territorio, el también
estaba realizando su ronda. Cuando reparó en mí se quedó quieto,
sopesando si era una amenaza. Nos quedamos unos segundos mirándonos
fijamente, luego se tranquilizó y se alejó olisqueando por ahí.
Las horas seguían pasando y a eso de
las cinco de la mañana empezó otra vez el flujo de gente, tímido
al principio y más abundante según empezaba a amanecer.
Abundaban los portes serios, las caras
hinchadas y el olor a champú. Tuve que multiplicar mis gestos de
saludo con la mano, algunas personas me ignoraban, otras contestaban
con desdén, yo los entendía, seguramente estaban en medio de un
sueño hermoso cuando el pitido de sus despertadores los bajaba a la
tierra como un poderoso directo de derecha a la barbilla.
Uno de los motivos de que me gustara el
trabajo nocturno era que no tenías que madrugar para ir a trabajar.
Si trabajas de noche por lo general te levantas a mediodía y tienes
tiempo de hacer algo con tu vida antes de acudir a tu puesto, eso
implica un descenso plácido hacia la angustia, en cambio madrugar...
Estar tranquilamente imbuido en otra dimensión y que de repente todo
eso acabe con un pitido es algo demasiado angustioso. Te levantas
confuso, aún es de noche, no hay ruido ahí fuera y tu mente empieza
a aclararse, te das cuenta de que tienes que ducharte, vestirte y
desayunar rápidamente y largarte a currar y no quieres creértelo,
es demasiado horrible, no puede estar pasándote eso a ti, no es lo
que debería haber sido, nunca lo quisiste, ¡te engañaron! Quieres
mandarlo todo al carajo y quedarte en la cama, arropado hasta que tu
cuerpo te diga que ha tenido suficiente descanso y entonces, sólo
entonces, prepararte para un nuevo día. Pero no lo haces. Te
levantas, tropiezas, te miras al espejo y ves esa deformidad, el pelo
revuelto, los ojos pegados, la cara roja e hinchada.
Esas eran las caras que se asomaban
tras mi cristal protector como un desfile de fantasmas, la santa
compaña existía, estaba ahí, delante mío, se iban a currar. Era
terrorífico.
A esa hora de tumulto yo dejaba la
puerta de salida abierta para que los pobres currelas no tuvieran que
sacar la llave y abrir la puerta por sí mismos, bastante tenían ya.
Los veía desfilar en sus coches rumbo
al matadero, algunos parecían estar verdaderamente dormidos aún,
incluso con los ojos cerrados. Seguían su camino de forma totalmente
maquinal hacia sus oficinas, tiendas, fabricas o lo que fuera, con el
piloto automático puesto, sin creérselo del todo aún.
Yo todavía tenía que permanecer ahí
unas horas mas y tras ese espectáculo la cosa se hizo mas dura. Toda
aquella gente bostezando me había contagiado y empezaba a sentirme
cansado, muy cansado, con ganas de llegar a mi casa y tumbarme
esperando no despertar nunca más.
El tiempo pasaba despacio, la vida
pasaba rápido.
Y amaneció.
Las calles empezaban a llenarse de
vida, podía oírlo desde ahí abajo. Yo empezaba a dormirme
bastante, llevaba demasiadas horas allí metido, estaba luchando
agónicamente contra mis parpados que querían cerrarse a toda costa,
ya no me obedecían a mi, me habían abandonado, ya no compartían mi
lucha por seguir despierto. Asistía a un motín de mi propio
organismo.
También luchaba contra la demencia, las horas pasaban lentas, el espacio y
el tiempo se expandían como un chicle de menta. Veía destellos de
luz que no estaban ahí. Mi cuerpo vibraba de una forma extraña.
La puerta de acceso pitaba cada vez
más, yo seguía el recorrido de la gente a través de las cámaras y
cuando estaban a punto de pasar cerca de mi me ponía tenso e
intentaba sonreír preguntándome si resultaría creíble. Rezaba
para que nadie me dirigiese la palabra porque no estaba muy seguro de
poder decir algo con coherencia, en resumidas cuentas, estaba
flipando.
Decidí salir de nuevo al exterior, a
la puerta, y quedarme ahí, que me diera un poco el sol en la cara
parecía una buena idea ya que si permanecía sentado en la garita,
ese vórtice del horror, acabaría durmiéndome tarde o temprano.
Me aventuré al mundo exterior subiendo
por la rampa de acceso. Ya era una mañana en toda regla. Se veía a
la gente pulular de aquí para allá. Señoras que sacaban a su perro
para la meada matinal. Niños que cargaban con sus pesadas mochilas
rumbo al cole. El jardinero.
A veces la gente se paraba y hablaban
entre ellas. Todos parecían contentos, con cosas que hacer aquella
bella mañana de verano mientras yo agonizaba embutido en mi uniforme
azul.
El sol me golpeaba con fuerza, notaba
el calor dentro de mi, miraba a mi alrededor y todo me parecía
extraño, completamente surrealista. Cuando afrontas una mañana sin
haber dormido no estas siguiendo el orden natural de la vida y la
percepción no es la misma que si te acabases de levantar, eso unido
al cansancio dota a la realidad de un aura muy extraña. Todo brilla
en exceso, los colores poseen tal viveza que hacen daño a la vista,
los ruidos son extraños e inesperados y te atacan desde todos los
flancos. La gente se deforma, se estiran y se ensanchan, ves que son
seres humanos como tú pero hay algo extraño que te hace desconfiar,
es igual que estar bajo los efectos del ácido.
Regresé a mi submundo, tembloroso y
aterrado, sensorialmente no estaba preparado para el día y sus
gentes, en mi submundo aún era de noche y aquello me arropaba, sabía
que podría esconderme debajo de la mesa si fuera necesario.
Llevaba once horas metido ahí. Realicé
mi ultima ronda con una gran sensación de satisfacción. SIN
NOVEDAD. Por fin todo esto llegaba a su fin, llegarían a relevarme
dentro de poco, recogí mis cosas y me cambié.
Faltaban tan solo unos minutos y el
alargamiento del tiempo había llegado a un extremo absurdamente
cómico. ¡Los minutos duraban 500 segundos!
Llegó la hora... Y no pasaba nada. No
podía creérmelo. Nadie acudía a rescatarme. Me habían abandonado
y ahora moriría. ¡Llevaba ahí dos minutos de mas! Eso en mi estado
era casi media hora.
Entonces llegó el relevo. Era el mismo
tipo de la tarde anterior.
-Qué, ¿qué tal tu primera noche?
-Bastante bien, las ultimas horas un
poco peor, pero bien en general.
-¿No ha pasado nada no? -Dijo ojeando
mi hoja de rondas.
-Nada.
-Si, aquí nunca pasa nada, mejor así.
-Bueno, me largo que me caigo de sueño.
-Vale, nos vemos en doce horas
Esa última frase me destrozó. En mi
delirio por sobrevivir había olvidado que aquello no era ninguna
especie de prueba de resistencia puntual. Era algo que se repetiría de nuevo,
que se repetiría dentro de un rato, que se repetiría día tras día quizás eternamente.
Agarré mi bolsa y me alejé raudo de
allí. Libre de nuevo me sentía más enérgico e incluso el sueño se había
mitigado bastante. No tardé mucho en llegar a mi casa. Una vez allí
me quité la ropa, bajé las persianas para evitar a mi enemigo el sol y me tumbé mirando al techo,
pensando en todo aquello. Curiosamente tardé un buen rato en
dormirme. El infierno había comenzado.
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