Había cientos
de ratas asesinas por todas partes, salían furiosas de detrás de
las paredes, surgían a millares de las alcantarillas, chillando, con
los ojos inyectados en sangre. Eran como una riada peluda, una marea
negra y apestosa que se extendía por las calles. La gente gritaba
histérica presa del pánico, pero nada podían hacer contra su
furia. No había sitio alguno al que huir, eran demasiadas.
Inevitablemente acorralaban a los incautos y pasaban por encima de
ellos como una gran ola y entonces el cuerpo desaparecía debajo de
ellas y cuando volvías a verlo sólo quedaba algún jirón de ropa
que temblaba agarrado a los huesos ensangrentados. Era el
Apocalipsis, la naturaleza no había aguantado más. Podrían haber
sido las cucarachas, o las abejas, incluso los canarios, seguramente
todos los seres de la naturaleza nos despreciaban, pero habían sido
las ratas las que decidieron poner orden. Durante siglos habíamos
despreciado a esos bichos acorralándolos y ellos habían crecido a
millares ocultos a nuestros ojos, preparando su venganza. Y su
momento había llegado. Yo había conseguido librarme por los pelos
pero sabía que solo era cuestión de tiempo. Me había encerrado en
la azotea del edificio y desde allí observaba el caos en el que se
había sumido la ciudad. Las escuchaba arañando la puerta y
correteando tras las paredes, podían olerme y se excitaban con el
festín que les proporcionaría mi carne. Estaba sentenciado, solo
era cuestión de minutos que me alcanzaran, ¿qué podía hacer? No
quería morir. Siempre hablando sobre el suicidio y el deseado fin
del mundo, pero ahora que había llegado mi hora no quería morir, y
menos aún siendo devorado por miles de ratas. Lo lograron. Abrieron
un hueco en la puerta y venían hacia mí con sus ojos brillantes.
Retrocedí, me encaramé al balcón y me arrojé al vacío. Abajo
había más, pero el golpe me mataría y solo podrían alimentarse de
carne muerta. Cerré los ojos sintiendo el aire en mi rostro hasta
que sentí como mi cráneo chocaba contra el suelo abriéndose como
una sandía podrida.
MAÑANA
Me desperté
sobresaltado, empapado en sudor. Me palpé la cabeza para ver si
seguía siendo una unidad. Busqué ratas entre las sábanas. Me llevé
un susto tremendo al ver un calcetín, negro y sucio, apestoso, en
una esquina de la habitación, por un momento pensé que era una de
ellas. Cuando me hube aclimatado a la realidad pensé que quizás
debería de dejar de fumar porros antes de acostarme, existía la
posibilidad de que ellos fueran la causa de estas jodidas pesadillas.
Salí de la
cama muy a mi pesar, aún con las pesadillas era el sitio más seguro
y confortable del mundo, fuera de allí me esperaba otro día de
pesadilla, quizás no con ratas mutantes, pero sí con otros
animales, peludos y hediondos e igualmente hostiles, los humanos.
Atravesé el
pasillo rumbo a la cocina y me preparé un café, no se oía nada, no
había nadie ya en la pensión, todo el mundo madrugaba menos yo. Era
ya un poco tarde y tenía que hacer un par de trámites mañaneros
que había estado evitando durante demasiados días, debía darme
prisa en ponerme en marcha o habría perdido la mañana. Volví a mi
habitación con el café humeante, lo posé en la mesa y me fijé en
la chusta que había dejado a medias en el cenicero la noche
anterior, dudé, tenía cosas que hacer y ya se sabe: “porro
mañanero, fumado el día entero”, pero acto seguido pensé: “¿a
quién le importa?” y me lo encendí.
Descorrí las
cortinas. El día era soleado y acogedor. Frente a mi ventana había
un instituto, me bebí el café y apuré la chusta mirando a los
jovenzuelos apostados a las puertas del instituto, miraba sobre todo a
las niñitas. Cómo había pasado el tiempo... Hace no tanto yo
estaba en la misma situación que ellos, si hubiese sabido entonces
lo que sé ahora...
Me
vestí y salí de allí. En el exterior la gente seguía a lo suyo,
todos parecían tener cosas que hacer, parecía que seguían algún
tipo de coreografía que se me escapaba, los esquivé hasta llegar al
edificio de asuntos sociales. Nunca había estado allí. Era un
edificio moderno y brillante que contrastaba con la miseria de la
gente que se agolpaba a sus puertas. Allí estábamos lo peor de lo
peor, negros, moros, yonkis, gitanos, artistas... Por fin había
descendido hasta lo más bajo de la sociedad, ahí estaba mi sitio.
Esta gente se desparramaba en las escaleras de la entrada, revisando
papeles o simplemente mirando a su alrededor, bebiendo vino, fumando,
meditando. Me dejé engullir por el edificio, avancé hasta
información, me puse a la cola y esperé. Los yonkis eran los más
graciosos, eran como niños pequeños. Había una pareja de ellos al
lado mío, no esperaban en la cola, estaban apoyados contra una
pared, intentando explicarse el mundo, ella era pequeña y pelirroja,
con el pelo como un matojo de hierbas resecas, el era alto y moreno,
de envidiable melena, estaban delgadísimos, podía apreciarse
incluso bajo el enorme número de capas de ropa que les cubrían,
tenían los ojos acuosos y perdidos, sus caras se caían a pedazos.
Miraban incrédulos un puñado de folios color amarillo llenos de
indescifrables jeroglíficos. Los miraban una y otra vez, por delante
y por detrás, buscando respuestas. Entonces la chica del pelo de
paja habló a su compañero.
-Pero cari, te
lo han dicho, teníamos que haber venido antes.
-No lo
entiendo, ¿qué más dará?
-Sí cari, lo
pone en la tarjeta.
-¿Dónde?
-Mira, aquí.
Lo pone en la tarjeta, hay que hacer lo que pone en la tarjeta.
-¿Qué pone?
-El día 2, se
te acababa el plazo el día 2, teníamos que haber venido antes del
día 2.
-¡Pero si
todavía estamos a 29! Estamos a 29 ¿no?
-Sí cari,
pero de hace dos meses, estamos en Septiembre.
-Ah
¿Septiembre ya?
La chica
entonces se puso a llorar, algunos se giraron para ver el
espectáculo.
-Pero cari, te
lo dije, teníamos que haber venido antes ¿Qué vamos a hacer ahora?
¡¿Qué vamos a hacer ahora?!
-No lo sé.
-¡¿Qué
vamos a hacer ahora?!
-Schhh,
tranquila cariño, pequeña, tranquila.
-Teníamos que
haber venido antes.
Se abrazaron
cariñosamente y se fueron, derrotados. Al menos se tenían el uno al
otro.
Tuve que
esperar un buen rato por culpa de una gitana escandalosa que estaba
delante de mí y que caldeó los ánimos de la chica de información,
estuvieron gritándose la una a la otra hasta que los de seguridad la
echaron de allí a empujones, siguieron gritándose en la distancia
hasta que la gitana desapareció. Era mi turno.
-Hola, buenos
días, he venido para solicitar la renta garantizada de ciudadanía.
-Bien, tiene
que rellenar estos impresos y traerlos para que estudiemos su caso.
¿Conoce los requisitos?
-Creo que sí,
pero recuérdemelos.
Me los fue
recitando, cumplía todos, pero al llegar al punto de mi residencia
habitual la cosa se complicó.
-¿Pero dónde
vive usted?
-En una
pensión.
-¿Tiene
recibos que lo demuestren?
-Bueno, verá,
en realidad es una especie de piso compartido, no me dan recibos, no
es totalmente legal.
-Pero tiene
que demostrar que vive ahí, ¿está empadronado en ese lugar?
-No, estoy
empadronado en casa de mi madre.
-Ah, entonces
no tiene derecho a la ayuda.
-Pero no vivo
con ella, solo estoy empadronado allí porque no me llega el correo a
la pensión y ya tuve problemas al respecto con hacienda por eso.
-No es nuestro
problema, a efectos legales si usted está empadronado con su madre
significa que ella lo mantiene.
-¿Que me
mantiene? Mi madre está jubilada, cobra 600 euros y paga 500 de
hipoteca, ¿cómo se supone que me mantiene con eso?
-Le repito que
ese no es nuestro problema, si usted está empadronado con su madre a
efectos legales ella lo mantiene.
-Entonces si
me empadrono de nuevo en la pensión todo solucionado ¿no?
-Debe usted
estar empadronado allí durante al menos dos años.
-¡Dos años!
-Sí, hasta
entonces no tiene derecho a la ayuda.
-Pero es
absurdo.
-Así son las
cosas. Rellene los impresos y cuando los traiga exponga su caso que
será estudiado, pero no creo que tenga usted derecho a nada.
¡Siguiente!
-Gracias maja.
Me largué de
allí yo también, derrotado. Mi primera misión del día, que
consistía en intentar sacarle algo de dinero al estado para asegurar
mi subsistencia, parecía abocada al fracaso. Al salir me encontré
con los yonkis sentados en la escalera de fuera, seguían abrazados.
Seguí mi
peregrinaje burocrático mañanero, ahora tenía que ir a otro
edificio. Revisé mientras andaba los impresos que me habían dado,
hojas de diversos colores, llenas de amenazantes espacios que había
que rellenar, redactadas por psicópatas. Se suponía que estos
impresos debían ser rellenados por perdedores, por desechos sociales
al borde de la locura que buscaban una frágil balsa a la que
aferrarse, temblorosos, en medio de la tempestad, gente como la
pareja de yonkis, los vagabundos dementes que se apostaban en las
escaleras abrazados a un brick de tinto o extranjeros perdidos,
sabiendo eso ¿no podrían redactarlos de tal forma que se
simplificara su explicación en lugar de oscurecerla? ¿Sería un
retorcido método de criba para probar la determinación del
solicitante? He leído a Kant y a Heidegger pero me costaba descifrar
algunos párrafos de las instrucciones. Suspiré y continué mi
camino aquella soleada mañana.
Pasé por la
calle comercial. Estábamos en crisis, pero de las tiendas de ropa no
dejaban de salir chicas y mujeres cargadas de bolsas, al salir se
encontraban con los mendigos, que cada vez eran más, y no les daban
ni una mirada compasiva, ni una de desprecio, no hablemos ya de
dinero, la mierda que cargaban en sus bolsas las bastaba para vestir
su indiferencia, su ceguera, su inevitable condena. Era triste y
fascinante verlo tan claramente, ver su estado de indiferencia ante
su propia descomposición. Yo intentaba echarles alguna moneda cuando
podía, a los vagabundos, pero cada vez podía menos, ahora los
miraba como quien mira hacia un futurista espejo, no me costaba verme
sentado al sol con la mano extendida, no me costaba nada imaginarlo.
Llegué a otro
edificio oficial cuya mera visión ya daba pereza, además este era
menos brillante que el anterior, sin el colorido de los locos
despojos sociales su frialdad era absoluta, era un monumento al
absurdo tallado en un bloque de metal oxidado. Para entrar en esta
fortaleza tuve que despojarme de todos mis objetos metálicos ante la
perezosa mirada de una vigilante de seguridad, luego me metí en un
ascensor y apreté un botón que decía “3”. Ascendí, salí de
ahí y me dirigí a una ventanilla desde la cual unos fríos ojos me
miraron encerrados en unas feas gafas.
-¿Qué desea?
-He venido a
entregar esto -dije enarbolando una hoja.
-Déjeme
ver... Pero... ¿Esto para qué es?
-Para
denunciar un impago.
-¿Un impago
de una empresa?
-Sí.
-Vamos a ver,
por lo que veo usted reclama una cantidad no percibida por un
trabajo.
-Sí, verá,
estuve trabajando en...
-Esto no le va
a servir.
-¿Cómo dice?
-Que esto no
le va a servir, este impreso es para mandar una inspección de
trabajo a la empresa en cuestión.
-Pero en la
primera planta les conté mi caso, me dieron esta hoja y me dijeron
que la entregase aquí debidamente cumplimentada.
-Hombre, puede
presentarla si quiere, pero no va a servir de nada, usted lo que
tiene que hacer es pedir una conciliación.
-¿Y eso cómo
se hace?
-Vaya a la
segunda planta, ventanilla B, pida un impreso y rellénelo.
-¿Entonces
este no me sirve para nada?
-No. Vaya a la
segunda planta y pida un impreso para una conciliación.
El tipo se
giró y me olvidó para siempre. Me monté en el ascensor y apreté
el botón que decía “2”. Una vez allí me dirigí a la
ventanilla B desde la que el tipo H me miró con cara de ?
-¿Qué desea?
Mujeres,
dinero, paz de espíritu... Pensé, no obstante dije:
-Quería un
impreso para una conciliación.
-¿Un impago
verdad?
-Sí.
-Vaya
panorama.
-¿Cómo dice?
-Están
viniendo muchos últimamente, por lo visto nadie paga.
-Pues qué
bien.
-Tenga,
rellene esto y preséntelo en la cuarta planta.
Miré la hoja,
era prácticamente igual que la que ya había rellenado previamente,
la que no me sirvió de nada, las diferencias entre ambas eran casi
imperceptibles, el encabezado, la tipografía y la disposición de un
par de huecos a rellenar, por lo demás eran idénticas. Me senté en
una mesa, cogí un bolígrafo y vertí a mano los datos de una hoja a
la otra. Entré en el ascensor y apreté el botón que decía “4”.
Volví a precipitarme sobre otra ventanilla, esta vez al otro lado
había una mujer, fea, marchita.
-¿Qué desea?
-Me han dicho
en la planta dos que entregue esto aquí.
-Por
triplicado.
-¿Cómo dice?
-Tiene que
entregarlo por triplicado.
-¿No podría
usted hacerme unas fotocopias?
-Aquí no
estamos para eso.
-Está bien,
ahora vuelvo.
-Dese prisa,
cerramos a en punto.
Salí
corriendo de allí, tenía diez minutos para hacer las fotocopias y
volver. Salí del edificio y corrí por las calles, jadeando, hasta
llegar a la tienda de fotocopias. Estaba cerrada. Me encendí un
cigarro y me encaminé a mi casa vencido por la burocracia.
Estaba
rabioso. Todos estos trámites eran inútiles para la consecución de
mis fines. Lo que me había llevado hasta ese último edificio
infernal era un trabajo que me salió montando el escenario en el que
actuaría Julio Iglesias, el cantante hispanohablante con más éxito
comercial de todos los tiempos, más de 300 millones de álbumes
vendidos, 2.600 discos de oro y platino certificados. Curré como una
mula montándole el chiringuito durante cuatro días, el último de
ellos, el día de la actuación, trabajé durante veinte horas
seguidas, cargando y descargando camiones, colocando equipo, al final
de la jornada sufría de múltiples alucinaciones ópticas y
auditivas que me asaltaban desde todos los flancos, gente que no
estaba allí me susurraba al oído. El tipo que me contrató, a mí y
a otros treinta perdedores, nos llevaba dando largas desde hacía
semanas hasta que en un momento dado desapareció sin dejar rastro.
Ninguno cobramos. Una vez más se habían reído de los perdedores.
Menuda cuadrilla estábamos hecha, jovenzuelos que solo podían
trabajar de pascuas a ramos en mierdas como ésta, un par de
expresidiarios, un rumano... Ninguno cobramos, ni cobraremos, los que
tengan la paciencia de meterse en recursos y peregrinajes jurídicos
interminables puede que vean la pasta, sus putos cuatro duros
raquíticos, su mínimo sueldo posible, dentro de tres, cuatro o
cinco años. Recuerdo ese día. Recuerdo al bueno de Julio. Llegó
una hora antes de la actuación, su mercedes se introdujo por la
parte trasera del estadio y aparcó en los camerinos, bajó del coche
escudado por dos top models y nos dedicó su famosa sonrisa y un leve
gesto con la mano antes de desaparecer por la puerta de los
camerinos. Seguramente él y su cohorte habían cobrado una suma
insultante con anterioridad, ahora para los curreles no quedaban ni
las sobras del cátering. Días de angustia y de mirar los
movimientos de mi raquítica cuenta bancaria, rumores, llamadas, y el
desenlace más triste a la velada, el silencio, la huida, imaginar la
sonrisa del ladrón, sentirte como un puto estúpido. El dinero ya no
importaba, únicamente conseguiría poner paz en mi alma inflando a
hostias al tipo que me contrató. Es triste, “no es el camino”
dicen por ahí “la venganza y la ira no llevan a nada” dicen.
Pero ¿qué hacer? ¿cómo remendar esta sensación de burla sin
consecuencias? Todos estos papeles no servían de nada, miles más se
acumulaban en los escritorios de funcionarios hastiados. Los de abajo
siempre tendríamos las de perder. Los reptiles estaban blindados.
Conocía varios casos, un colega tenor al que un ayuntamiento de
Madrid le debía su actuación desde hacía meses. Una empresa de
estructuras metálicas a la que el ayuntamiento de León debía miles
de euros desde hacía años. Multitud de conocidos que trabajaban sin
cobrar desde hacía meses para, al final, encontrarse con un patrón
que se declaraba insolvente y huía con el botín a un país más
cálido. Todo eso estaba a la orden del día mientras nuestro
ridículo presidente blindaba los bancos y amnistiaba a los corruptos
entre cortinas de humo. Una justicia leeeeeeeenta e inútil. Un
panorama desolador, surrealista, en el que los ladrones llevaban
corbata y tenían total impunidad para reírse de una masa asustada e
idiotizada despojada por completo de su dignidad. La jugada maestra
de los poderosos seguía su curso imparable entre risas de un bando y
llantos del otro. Y la gente que permanecía al margen de la
situación continuaba dormida, en su burbuja de excusas, sin admitir
la inviabilidad del sistema. Típico del ser humano, el no ser
consciente del fuego hasta que te quema los pies. El cuestionamiento
de nuestro sistema de valores solo llegaba cuando te salpicaba la
mierda, ahora la gente se echaba a la calle y se hacía preguntas,
era triste que no se las hubiese hecho en las épocas de bonanza,
pero es lo que pasa, nunca se ve más allá de nuestras narices.
Egoísmo. Egoísmo infinito, intrínseco al ser humano, tan
fácilmente alimentado por las quimeras capitalistas. La crisis
económica europea que tantos ojos ha abierto no deja de ser una
broma comparada con la que ha sufrido Sudamérica con anterioridad,
por no hablar de África, nada ha cambiado en la historia de la
humanidad, coge lo que puedas y corre, corre, y pisa a quién sea
necesario, esas son las directrices grabadas a fuego en una especie
capaz de destruirlo todo y luego a sí mismo y que luego pone cara de
incredulidad ante el espectáculo de su obra. Ya no hay salida, no
hay vuelta atrás, el fin de todo nos espera y caminamos hacia el con
paso firme. Somos una especie que se lo ha currado muy mal, ante la
inmensidad del cosmos y la certeza de la muerte uno no puede por más
que preguntarse cómo las aspiraciones del ser humano medio no pasan
de levantarse por la mañana y dirigirse a algún trabajo estúpido
que le proporcione la dudosa posibilidad de comprarse alguna
gilipollez inútil. Entidades ajenas a todo mientras su culo repose
en lugar mullido.
Recuerdo
cuando tenía un trabajo fijo bien remunerado, cómo me gastaba la
pasta en objetos absurdos... El único dinero que empleé bien fue el
destinado a desfasar con los colegas, por suerte lo hice con
asiduidad. ¿Cómo es posible que haya personas que trabajen en
turnos de 12 horas habiendo una tasa de paro del 25%? ¿No sería
mejor que tres personas currasen 4 horas y se repartieran la pasta?
Claro, en tal caso el poder adquisitivo de esas personas sería menor
y les imposibilitaría el tener acceso al último gadget tecnológico
y cuando se ha lavado el cerebro de la gente a base de publicidad y
luces de colores esa posibilidad es inviable, porque el cáncer está
muy extendido y ya solo se ve el último objeto brillante que nos
dará la felicidad, aquel que manufacturan esclavos en países a
miles de kilómetros de nuestros culos cuya lejanía les confiere un
aura irreal, intangible, hablar de China es como hablar del país de
Oz, algo lejano que quizás no exista, pero existe, y allí hay un
chaval currando por 70 céntimos ahora mismo para que tú tengas tu
puto iPod.
Necesito más.
Quiero más.
¿Cómo
podemos reproducirnos sin medida minando los recursos de nuestro
planeta sin siquiera haber averiguado la manera de salir por patas
cuando no haya vuelta atrás? Bah, no importa, yo no lo veré... Pero
llegará un día en que serás testigo amigo, ese día quizás esté
cerca. Es fácil decir que nos han engañado, que tenebrosas manos
manejan los hilos, cuando en realidad cosechamos lo que sembramos. La
historia de la humanidad siempre se ha escrito con sangre, sangre
derramada hacia las cloacas. Estamos corriendo ciegos hacia muros de
hormigón, nada ha servido, nada se ha hecho correctamente, cagada
tras cagada en un viaje alucinado y alucinógeno hacia la destrucción
total. Dame la mano, iremos juntos y por fin podremos derramar unas
lágrimas totalmente sinceras, por primera vez en nuestras tristes
vidas.
TARDE
Con la risa de
los ladrones martilleando mi cerebro, presionándolo hasta el
extremo, volví a la pensión, intentando mirar al suelo durante todo
el camino, agotado, hastiado de miradas vacías y elucubraciones
tormentosas. Para mí es importante matizar que todo esto no son
lloriqueos, no voy de víctima de la crisis, ni de víctima de nada,
no quiero que nadie se compadezca de mí. Dada la situación y mi
devenir por la vida puedo afirmar que en estos momentos me siento
hasta cierto punto privilegiado y realizado, encontré una rendija
por la que ver y escapar ¡He visto la luz! Soy yo el que se
compadece del mundo, mi dolor siempre está provocado por terceros,
por poder ver y sentir lo que mis iguales están haciendo consigo
mismos y con los demás, en ambos bandos, de una forma o de otra.
Toda esta estupidez, avaricia y egoísmo me pesan como una terrible
mochila, pero es una mochila con las cargas de otros, sus putas
piedras lapidarias. No siento pena ni dolor por mí mismo, quizás
pereza, me da pereza existir, existir aquí y ahora, eso es todo. Es
mirar a mi alrededor lo que me angustia y aflige, ver tan claramente
reflejada la tristeza y la derrota en los débiles, sentir la
indiferencia y el egoísmo de los fuertes. Hay que acabar con este
sistema desde los cimientos. Pocos, muy pocos, merecen ser salvados
(quizás ninguno), ninguna reforma parcial es válida, se necesita
una revolución total, tanto del sistema como de las mentes, la
enfermedad está demasiado extendida, hay que amputar. Tabula rasa.
Entré en mi
habitación y me dispuse a alimentarme, guardaba la comida en el
armario, miré el menú y opté por una lata de fabada. Salí de la
habitación, atravesé el oscuro pasillo y llegué a la cocina. Vacié
la lata en un plato y le dí una pequeña dosis de radiación no
ionizante a una frecuencia de 2,45 gigahercios (Ghz) para hacerla más
apetecible. Volví por el pasillo rumbo a mi habitación. Escuché
una tos moribunda que salía de una de las habitaciones y no pude
evitar pegar la oreja a la puerta, escuché de nuevo la tos y percibí
el olor nauseabundo del interior. Me retiré a mi cuarto. Puse el
plato humeante sobre la mesa, encendí la radio y me senté. Nunca
había nadie en la pensión a esas horas, pero la tos moribunda me
había indicado la presencia de otro ser humano tras una de las
puertas, una persona que, como yo, como todos, se debatía en soledad
en una lucha perdida contra la vida. Pensaba en el pobre Blas.
En
mi pensión casi todos los habitantes eran hombres jubilados
solitarios, era el ambiente más agradable al que un misántropo
podía aspirar ya que nunca estaban en casa. Salían pronto, al alba,
rumbo a alguna cafetería y no les volvías a ver el pelo hasta
entrada la noche, cuando regresaban del bar o de las salas de juego.
Eran personas afrontando el final de una vida de penurias. Vivir
allí, entre ellos, me había enseñado grandes cosas acerca de la
vida. Esta gente, los pobres viejos, habían sido completamente
abandonados por todos y finalmente se habían rendido llegando
incluso a abandonarse a sí mismos, alcanzando con ello, quizás, la
santidad. Era la última estación. Por alguna extraña razón les
gustaba acumular cosas, a veces alguno estaba en el baño y se dejaba
la puerta abierta de su habitación y si, casualmente, pasabas por
allí podías asomarte a su interior, a su mundo, a su psique. Allí
el hedor era insoportable, un aire espeso y viciado, similar al que
surge al abrir un cubo de basura, te abofeteaba el rostro. Tras este
bofetón inicial echabas una tímida mirada al interior de sus
habitaciones y veías miles y miles de cosas tiradas por todas
partes, un caos absoluto y sórdido, montañas de revistas y ropa que
llegaban a tocar el techo, y estoy hablando de un edificio antiguo,
de techos altos. Papeles, cartones, envases, colillas, botellas,
figuras, emblemas, libros, basura y más basura, una vez llegué a
ver en una de las habitaciones una cabeza de ciervo disecada. Si
mirabas al suelo veías una especie de alfombra oscura, era la mugre
que se había fundido al suelo, mierda traída pegada a la suela del
zapato durante años que se había depositado allí, acumulado y
fermentado, para dar lugar a una especie de moqueta. En estas
habitaciones nunca entraba la luz del sol, y si entraba era absorbida
y anulada como por arte de un agujero negro. De repente oías el
ruido de la cadena del váter y debías dejar de husmear y perderte
por el pasillo rumbo a tu morada, donde pensabas sobre ello. Supongo
que la reacción más previsible en un primer momento era la
incredulidad “¿cómo puede una persona vivir así?” Pero no
había más que entender el contexto. Eran personas solitarias al
borde de la muerte y todo había fallado, todos les habían
abandonado. Envejecer es así, es ir perdiendo todo, como un árbol
en otoño. Ya no interesas a nadie, a tu familia le importas una
mierda y solo ansían el día de tu muerte elucubrando sobre tus
posibles posesiones y la parte proporcional que les corresponderá
tras tu muerte, las risas se han ido junto a los dientes, los
achaques afectan a todas las zonas, la demencia senil que hace que no
recuerdes si vas o vienes o qué desayunaste (si es que desayunaste)
o qué cojones está pasando, el sabor de una mujer es ya como el
sabor de la juventud, un recuerdo lejano que no volverá jamás.
Schopenhauer alababa la vejez como la mejor etapa de la vida, por la
tranquilidad que proporciona la falta de pasiones, quizás sea así,
nunca he visto a ninguno de estos jubiletas quejarse por nada, nunca
he escuchado discusiones ni risas ni llantos saliendo de sus puertas,
son gente de rutinas sencillas, levantarse y disfrutar de su pensión
dilapidándola en cafés, vinos, o en las tragaperras, la charla en
el bar, la partida... Quizás alguno continúe viendo a alguno de sus
familiares, algún nieto al que dará algo de pasta a cambio de una
sonrisa. Todo se ha marchado, ya no hay objetivos, simplemente
esperas la muerte, inevitable y tan cercana que casi puedes oírla y
soñar con el calor de su abrazo.
Las
habitaciones de estos hombres podrían resumir la vida de la mayoría
de la gente, una constante acumulación de basura inútil que a nadie
le interesa, hasta el momento en que te mimetizas con ese entorno y
pasas a ser un desecho más. Eso es la vida y ese es el futuro que
nos aguarda a todos, variará la escala de grises, pero puede
resumirse a eso. Y supongo que no es malo, es la ley del cosmos, el
problema viene cuando te ves ahí y te das cuenta, echando la vista
atrás, que todo ha sido una pérdida de tiempo, que no has
disfrutado de aquello que se te ofreció. El tiempo, tan escaso y
etéreo que sólo lo percibes cuando lo has perdido. Mierda, esas
cosas nunca se piensan, estamos aquí, siempre hay alguien que nos
ríe los chistes, somos jóvenes, y aún no siéndolo creemos que nos
queda un gran camino por delante, se dejan las cosas para mañana, se
pierde el tiempo en estupideces, pero nuestro futuro ya está
marcado, es una habitación oscura llena de mierda hasta el techo.
Blas vivía en
la habitación número 3. No era el que tenía mayor síndrome de
Diógenes, las veces que pude asomarme a su habitación tenía más
bien pocas cosas, el hedor era insoportable, eso sí, esta gente
espera la muerte, cosas como lavar las sábanas pertenecen ya a otra
dimensión. Tenía un problema de incontinencia, el pobre Blas, la
mayoría de las veces no llegaba al retrete y dejaba un intermitente
reguero de orín por el pasillo, era una de las razones por las que
no convenía caminar descalzo por el pasillo de la pensión.
Nadie sabe
cuantos días llevaba muerto cuando lo encontraron, allí dentro,
solo. Ese fue el final de su historia. Hoy su habitación la ocupa
otro jubilado, un tipo tuerto y ludópata que se pasa la mayor parte
de tiempo sedado por la enorme cantidad de pastillas que ingiere para
la esquizofrenia, hace días que no le veo, por cierto.
Muchas veces,
al pasar por alguna de esas puertas, cuando me llega el olor, pienso
si en su interior se encontrará otro cadáver solitario abandonado a
la putrefacción. Y me pregunto cuándo será mi turno. Estos viejos,
descomponiéndose en sus habitaciones, son el producto de toda esta
sociedad de mentiras, lo han dado todo, han sido exprimidos, para al
final acabar así, sin nadie que les eche de menos excepto la casera
a fin de mes. Esto no es la excepción, es la regla, el sustrato del
mundo lo conforman los cadáveres de los malditos, esas pobres
víctimas solitarias, y si tengo alguna misión como narrador es
contar su historia, esa es la razón de que me decante por escribir
sobre la sordidez y los personajes solitarios y creo que ha de ser la
misión de todo narrador honesto.
Blas, colega,
seguro que estás en un lugar mejor así que no voy a apenarme por
ti, y me alegro mucho de no tener que volver a fregar tus meados
viejo de mierda. Descansa en paz.
La fabada
estaba deliciosa, pero me provocó gases, me tiré un par de pedos
apestosos mientras me masturbaba. Cuando conseguí correrme me
limpié, me lié un peta y me arrojé de nuevo al mundo con energías
renovadas. Ya no miraba al suelo ¿Por qué evitar las miradas? Cada
uno es responsable de sus actos y el despertar acabaría llegando
para todos con alguno de los posibles finales.
Me introduje
en un supermercado, esquivé rápidamente los estantes llenos de
utensilios inútiles, esquivé a los enfermos terminales que
pululaban por allí y llegué a la estantería de los productos
razonables, pillé un pack de seis latas de cerveza tostada, hice la
transacción lo más rápido posible y me largué de allí rumbo a
casa de mi colega Emilio. Abrimos unas latas y nos liamos unos porros
mientras en la tele mirábamos incrédulos los incidentes que el día
anterior se habían producido en el centro de Madrid con motivo de la
concentración del 25-S, una concentración que respondía al lema
“ocupa el congreso” y que reflejaba el creciente malestar de la
sociedad con sus gobernantes y sus métodos. Era una chispa de
esperanza para el cambio social, pero los perros guardianes de los
poderosos sabían bien lo que debían hacer y pronto desenfundaron
las porras para dispersar a la masa descontenta. Ahora el debate se
abría sobre si había sido correcta la actuación policial, y con
ello se tapaba el verdadero tema de debate que es “qué hacía toda
esa gente allí”. Se tachaba de ilícito el movimiento ya que no se
podía intentar derrocar a un gobierno elegido en democracia, algunos
incluso lo llamaban golpe de Estado. Bien, derrocar a un gobierno que
ha ascendido hasta ese puesto a base de mentiras es totalmente
lícito. Si compras una televisión de última generación, con HD,
3D y todas las estúpidas mierdas que se supone que traen, y al
sacarla de su caja resulta que te han vendido una tele en blanco y
negro que se sintoniza con una ruedecita y con un culo del tamaño de
un camión, es lícito que la devuelvas y recuperes tu dinero. Por
esa regla de tres un gobierno que pide el voto prometiendo una serie
de cosas y luego se dedica a hacer todo lo contrario solo se merece
una patada en el culo que lo envíe a pudrirse al octavo círculo del
infierno de Dante. Y esto es así, no hay tu tía. El problema es la
manga ancha de la gente, su permisividad y su estoicismo. Se les ha
dejado tener demasiado poder sobre nuestras vidas y sociedades, se
les ha dejado cortar y repartir, concentrarse en silencio y hermandad
para mostrar el descontento no es suficiente, la gente está
muriendo, se están volviendo locos, se suicidan, hay víctimas. El
egoísmo es el que ha dado a luz toda esta situación, nuevamente el
egoísmo, el querer tener, el querer tener cosas y más cosas y más
cosas, eso ha hecho que las desigualdades se hayan hecho cada vez más
evidentes, porque una balanza no asciende si la otra no cae. Antes,
inmersos en la mentira de la bonanza, estábamos ciegos y
despreocupados porque parte de nuestro egoísmo y afán de posesión
estaban cubiertos. Recuerdo cuando cobraba mi amplio sueldo y corría
al Media Markt a comprarme gilipolleces, gilipolleces que aliviasen
el terrible trauma que me había supuesto conseguir un sueldo
“digno”. Otros cientos y yo nos arremolinábamos allí, bajo un
enorme cartel que ponía “yo no soy tonto” y comprábamos y
comprábamos como si se fuese a acabar el mundo. Ahora todo ha petado
y nosotros, tontos del culo, solo tenemos lo que nos merecemos. Los
poderosos son como nosotros, humanos, y por tanto solo quieren tener
más y más, y, mientras que ahora estamos en lo más bajo de la
balanza, ellos siguen ascendiendo y su ceguera hace que nuestra vida
o muerte se la sude ya que su situación no ha hecho más que
mejorar, por tanto no hay crisis, todo va bien, todo sigue su curso.
Ahora la parte baja de la balanza ha visto el sufrimiento de cerca,
lo viven ellos o sus familiares, o sus amigos, ahora ven la
injusticia y quieren cambiar el modelo, hacer un mundo más
sostenible y justo, y está bien, lo malo es que ahora el enemigo es
más poderoso que nunca. Por tanto el fallo general del movimiento
indignado se puede resumir en un gesto, en un símbolo, las manos
blancas. Las manos blancas no sirven para intimidar al enemigo, para
hacerlo hay que mostrarle unas manos ensangrentadas que sujeten la
cabeza cercenada de sus compinches, de otra forma lo único que se
logra es que el enemigo siga brindando con la sangre de tus hermanos.
“La violencia no es la solución” dirán algunos, pero no es
violencia gratuita, es defensa propia, la violencia ya se ha usado
con nosotros, la tortura no está prohibida, se nos aplica a diario,
en interminables turnos de trabajo por cuatro duros para que, al
llegar agotado a casa, encima te enteres que te han recortado mil
derechos y han dado una inyección de capital a la banca mientras
abres, aterrado, la factura de la luz.
Es normal huir
de la violencia, pero los partos son dolorosos y esto es una guerra,
como bien dice el artista Velpister en su poema Declaración:
Es una guerra
Lo es
Por mucho que
nos engañen
Por mucho que
censuren
Lo es
Una guerra
incruenta
Y ya tiene de
todo
esta guerra
Tiene tiranos
Tiene soldados
Tiene perros
Tiene
propaganda
Tiene sangre
Tiene daños
colaterales
Tiene ruina
Y muerte
A esta guerra
ya sólo le
falta
una cosa:
Que los
enemigos
Los rebeldes
Nosotros
Pasemos
de una vez por
todas
A la ofensiva
Llegaron unos cuantos colegas más, se abrieron birras y liaron
porros, hablamos de varias cosas, de la situación del mundo y
nuestro lugar en él. A veces, al dar un trago y pasar la vista sobre
mis colegas, me asaltaba la lástima al ver a toda una generación
perdida. Ninguno de mis colegas curraba, muchos de ellos no lo habían
hecho jamás, no podían acceder a nada, ni planear nada más allá
de reunirse para beber en algún oscuro rincón. Eso no es del todo
malo ya que el trabajo, tal como se entiende actualmente, no puede
ser por más que calificado como “El mal”. Sé de lo que hablo,
no soy un hijo de papá, no soy un burgués que teoriza desde
el sillón sobre el fin del capitalismo. He estado en las barricadas,
más de una década desperdiciada en curros de mierda. He hecho de
todo: peón de la construcción, albañil, peón de fábrica,
dependiente, jardinero, enterrador, reponedor, técnico de control de
calidad, segurata... Horas, horas y más horas robadas,
desperdiciadas. La felicidad está en la libertad, y la libertad en
la independencia, y es difícil equilibrar esto ya que la sociedad
actual sólo te proporciona independencia tras trabajar, que es un
acto que por definición roba tu libertad. La solución está en
hacer que el golpe sea lo menos doloroso posible. ¿Cómo puede una
persona ser feliz, sentirse libre y realizada si tiene que estar 12
horas en una cadena de montaje despiezando pollos? Eso solo crea
psicópatas y suicidas. Nadie debería trabajar más de 5 ó 6 horas
al día, ni una larga temporada realizando la misma actividad, de la
misma forma no debería recibir exagerados sueldos por ello. El
egoísmo, el afán de posesión, no conoce límites. Si tienes una
casa querrás también una casa en la playa, ¿la necesitas? Pero es
la sociedad capitalista, con su mejor arma, la publicidad, la que nos
lava el cerebro y alimenta nuestras ansias de posesión,
transformando a las personas en seres consumistas de ansias
inagotables. Yo me he dado cuenta ahora de que no es necesario tener
tanto, soy mucho más feliz ahora, con mis cuatro duros, pero con
todo mi tiempo disponible para dormir, o leer, o emborracharme con
los colegas, que cuando cobraba 1300 euros al mes metido todo el día
en una fábrica de tubos y gastándome la pasta en mierda, una vez
salía de allí, para aliviar mi vacío existencial. Había allí, en
la fábrica, gente que echaba horas extra, tras turnos agotadores,
sólo para tener más pasta y poderse comprar más mierda, estábamos
atrapados en una demente espiral descendente que no llevaba a ninguna
parte, como bien ha demostrado el tiempo, que nos ha dejado sin
ninguna de esas absurdas posesiones, y a los más atrapados,
endeudados de por vida. El trabajo es el mal. Bukowski lo ve de
manera impecable en toda su obra, y concretamente en uno de sus
mejores poemas:
esta noche no
he podido ir a trabajar
porque no podía
dejar de vivir
Trabajando un
número razonable de horas, que no te hagan mirar el reloj deseando
la muerte, y recibiendo un número razonable de pasta, que no te haga
caer en el pozo de la avaricia, crearíamos una sociedad de seres más
realizados, y no el apestoso engendro que somos ahora mismo, una
sociedad más justa e igualitaria, y no la puta montaña rusa de
desequilibrios en la que nos zambullimos cada día. Pero siempre el
egoísmo, siempre hay alguien que desea más por menos y lo contagia
por donde pasa. ¿Cuándo aprenderá la gente que lo único
verdaderamente necesario es follar con regularidad, pillarte un pedo
de vez en cuando con los colegas y, sobre todo, ser dueño de tu
maldito tiempo? El egoísmo, ese cabrón hace que todo esto no sean
más que utopías ya que siempre habrá quien desee dominar a los
demás y joderlos, y exprimirlos, y sentirse superior. De esa forma
tenemos a las personas desesperadas por encontrar un mísero trabajo,
recorriendo las calles arriba y abajo en busca de uno, sin éxito, y
si, por la gracia divina, encuentran uno, esta situación de
desesperación y desamparo social hará que sea un trabajo en el que
les metan una enorme polla por el culo, y deberán sonreír y
aparentar disfrutar de cada embestida, y se correrán en su culo
ensangrentado y a cambio les darán un mísero sueldo que no les
llegará ni para pagarse los puntos.
¿Tendrá
redención el ser humano? ¿Podrá salvarse?
Tras unas
horas de agradable compañía alrededor de la cerveza y el humo me
despedí de los compañeros que quedaban en pie y me encaminé de
vuelta a la pensión cuando la noche se espesaba.
NOCHE
Algunas cosas
se ven más claramente al amparo de la oscuridad.
El camino de
vuelta a la habitación fue triste. Podías ser consciente de la
miseria actual al pasear por las calles y ver todos los cajeros con
algún indigente en su interior intentando conciliar el sueño. Era
una postal extraña. Las sucursales de aquel gran monstruo que les
había quitado todo les servían ahora de hogar ante el frío y la
desolación nocturnas. Muchas de esas personas no tenían el aspecto
arquetípico de un indigente, eran personas como tú y como yo,
algunos solos, otros con su pareja o algún compañero, algunos con
mascotas. Y los ladrones seguían riendo y brindando. Sus risas
acabarían si este ejercito de malditos despertara, pero no
terminaban de despertar, se resignaban a su suerte.
Llegué al
portal pero fui incapaz de entrar, quería que el frescor de la noche
me purgara un poco más así que di un paseo nocturno. Llevaba puesta
la música a toda hostia, sonaban Meshuggah, toda esa violencia
sonora empezó a tejer imágenes en mi mente, imágenes de dolor y
sufrimiento, imágenes desesperadas y extrañas. Comencé a
visualizar a los seres humanos como cucarachas de ojos brillantes,
rodeados de mierda, apareándose en los rincones, emitiendo extraños
gemidos. Seres horribles y deformes que ingerían todo a su paso.
Seres famélicos que reptaban por las paredes y comían otros
insectos. Seres gordos como ballenas con extraños cables y
conexiones enraizados en sus cerebros, babeantes, cagándose encima.
Una noche eterna, maldita, de furiosos relámpagos. Huracanes y
lluvia ácida. Padres devorando a sus hijos, violando a recién
nacidos. Ancianas esqueléticas maquilladas como payasos y llenas de
joyas cabalgando sobre musculosos afroamericanos. Engendros de dos
cabezas sobre púlpitos aleccionando a huestes de seres sin ojos,
boca ni oídos. Señoras ciegas y aterrorizadas andando a cuatro
patas y alimentándose de restos humanos como carroñeros. Vi el
futuro y supe que la humanidad no merecía salvarse, no de este modo.
Al entrar en
la pensión vi luz en una de las habitaciones, al final del pasillo,
me pareció extraño pero supuse que uno de los jubilados se había
dormido con la luz encendida y no le di mayor importancia. Saqué la
llave y me metí en mi cuarto, me tumbé en la cama y escribí un par
de poemas, luego tomé apuntes para un futuro relato. Los poemas y el
relato trataban sobre mí mismo y empecé a cuestionármelo, ¿de
veras a alguien le interesaban mis mierdas? ¿Tenían valor
literario? ¿Me estaré exponiendo demasiado, poniendo mis miserias
en bandeja de plata para el disfrute de desconocidos? A veces estoy
harto de pasearme tan en pelotas por las praderas de la literatura,
me gustaría escribir sobre elfos y duendes y no volverme loco
mientras tecleo embadurnado en nicotina a las 4,52 de la mañana.
Pero era un acto inevitable, un acto de rebeldía, mi manera de
gritar desde el silencio de la palabra impresa. “Escribirlo es
soportarlo” escribí una vez, borracho y loco, en una servilleta
arrugada. Este momento es mío y lo hago con total honestidad,
¿pueden acaso todos decir lo mismo? Es una lucha solitaria contra mi
propio vacío y quizás pueda enseñar algo a alguien. Por otra parte
cumplo una labor de archivo y reflejo social, leyendo esto los
habitantes de otros mundos que se paseen por las ruinas podrán
hacerse la idea de por qué sobrevino el desastre. Ese pensamiento me
relajó al respecto de las dudas sobre la creación literaria. Me
relajé y me puse a mirar al techo mientras fumaba. Entonces oí una
puerta que se abría y unos pasos por el pasillo, quién los
realizaba llevaba zapatos de tacón, aquello sí que era una novedad.
Tras los zapatos de tacón sonaban otro tipo de pisadas, menos
vivaces, ambas se pararon cerca de mi puerta, afiné el oído.
-¡Te he dicho
que por follar son 30 euros!
-Schh, calla
por favor, es tarde, aquí vive gente.
-Pero te lo he
dicho antes de venir, lo sabías.
-Vale, vale,
tranquila, ven a la habitación, por favor, aquí vive gente.
-Encima eres
un cerdo, ¿no tenéis duchas aquí?
-Schh, por
favor, ven a la habitación.
-Por follar
son 30 euros.
-De acuerdo,
de acuerdo, tranquila.
-¡Joder qué
asco!
Tras un breve
silencio los pasos se alejaron nuevamente por el pasillo y escuché
una puerta cerrarse. Por lo visto uno de los viejos todavía se
negaba a morir, al menos esta noche, bien por él.
Me tiré un
sonoro pedo para reafirmar mi existencia, en ese momento una buena
ración de metano era todo lo que podía aportar al cosmos. La fabada
había hecho su trabajo, me tiré otro y dejé que me arropara. Sólo
esperaba no soñar otra vez con las putas ratas.
Muy bueno, bro.
ResponderEliminarRatas grises por todos lados!
Excelente.
ResponderEliminar¿Valor literario, dices? Muchísimo, por cierto. Una sociedad con metástasis que ya está muerta. Tu relato es una verdadera autopsia del cadáver social.Tienes mucho, mucho talento. Un descubrimiento por mi parte (gracias a Rorschach).
ResponderEliminargracias por vuestras palabras colegas... especialmente a ti, chica de nombre impronunciable (como el de rorschach) vuestros comentarios me animan para seguir con esta mierda... un abrazo.
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